España ha desayunado esta semana con la noticia de que Telefónica, el buque insignia de nuestro tejido empresarial, se ha visto envuelta en una operación, al parecer cuidadosamente diseñada, que hace que STC, la mayor empresa de telecomunicaciones de Arabia Saudí, se convierta en su principal accionista. Hasta el momento, STC ha declarado que tiene el objetivo de controlar el 9% de la firma, pero que no va a provocar cambios en la gestión de la empresa ni en su gobernanza, aunque su alta participación en el accionariado llevaría a que ocupara un espacio destacado en el Consejo de Administración.

Telefónica, que es una empresa cotizada desde hace décadas, está sometida a las leyes de los mercados de valores y si alguien se hace con las acciones flotantes -las que cotizan todos los días en los mercados-, el único límite existente es el relativo a la regulación de las Ofertas Públicas de Adquisición (las famosas OPA), que son obligatorias cuando se alcanza el 30% del capital social o se tiene más del 50% del Consejo de Administración. Estamos lejos todavía de estas cifras. Detrás de la operación está el accionariado de STC, que es, en su mayoría, propiedad del Fondo Soberano Saudí.

Un Fondo Soberano es una institución controlada por un gobierno que se dedica a invertir su capital en acciones, inversiones directas, operaciones de capital privado y títulos de deuda con el objetivo de incrementar su patrimonio y ofrecer rentabilidades a futuro. Buena parte de los mismos, pero no todos, surgieron como una estrategia para invertir los beneficios de los hidrocarburos y, con el capital y la rentabilidad obtenida, financiar -en su día- las operaciones de diversificación económica necesarias en el caso en el que se acaben las reservas. Ese es el sentido, por ejemplo del Fondo soberano de Noruega, que se alimenta con los beneficios del petróleo del mar del norte. Pero la diversidad de fondos soberanos es muy alta. Existen en el mundo numerosos fondos, siendo los más conocidos el Fondo Noruego, el Fondo de Singapur, el Fondo Chino o el Fondo Kuwaití. Muchos de ellos ya han tenido actividad notable en nuestro país, no siempre exitosa. En los años 90, la Kuwait Invesment Office se hizo famosa en España por diferentes operaciones, y donde todavía queda, para los más castizos, el testimonio arquitectónico de la Puerta de Europa, conocidas popularmente como las torres KIO. Otro ejemplo es CEPSA, empresa española donde el principal accionista es el fondo soberano Mubadala, perteneciente de los Emiratos Árabes Unidos, o Iberdrola, participada por el fondo Catarí. Otro de los fondos que más interés ha mostrado últimamente en nuestro país es TEMASEK, el fondo de Singapur.

Su importancia como fuente de inversiones y financiación internacional es difícilmente soslayable. Desde hace una década, y patrocinado inicialmente por ESADE y posteriormente por el IE y el Instituto de Comercio Exterior, desarrolla un estudio anual sobre los fondos soberanos, un informe exhaustivo y detallado sobre su realidad y evolución. El Banco Mundial también ha trabajado sobre el papel que pueden jugar en la financiación de inversiones o en la financiación verde, y España, a través de COFIDES y en el marco de la Adenda presentada al Next Generation, está diseñando la ejecución de un instrumento de coinversión destinada a atraer estas inversiones a nuestro país. En otras palabras: que los fondos soberanos se fijen en nuestra economía e inviertan en ella es una buena noticia, o, al menos, debería serla.

El problema no surge en la mecánica de la inversión, en sí misma. Telefónica está en el mercado y cualquier inversor tiene derecho a comprar una parte de su capital, si dispone del dinero necesario. El problema surge precisamente en el tipo de compañía que es Telefónica. La compañía, construida sobre la base del esfuerzo inversor del sector público durante décadas, es un activo estratégico de nuestra economía, tanto desde el punto de vista tecnológico como desde el punto de vista, y esto es más peliagudo, de la industria de la defensa, algo que España no puede permitirse dejar expuesto a los intereses de un país que no nos ofrece demasiada confianza.

Mucho se podría decir sobre esto: las multinacionales españolas crecieron a base de comprar activos estratégicos en otros países en los procesos de privatización de los años noventa y principios de la década de 2000. Nadie, entonces, reparó en la “confianza” que generaba España en esas economías, aunque no faltó quien criticó esta “segunda conquista”. Si el sistema global se basa en reglas e incluye la reciprocidad, a veces compras y a veces te compran. Sin embargo nuestro mundo se basa en la reciprocidad sólo de manera teórica, pues conviven en el mismo democracias occidentales con estados de derecho y un sistema de garantías, con países con estándares de transparencia y gobernanza muy indeseables, como es el caso que nos ocupa.

Este debate se exacerba ahora por las consideraciones geopolíticas del momento actual, con la entrada de Arabia Saudí en el grupo de los BRICS, como polo de contrapeso frente a las economías occidentales. En definitiva, no se puede evaluar la operación desde un punto de vista estrictamente de mercado, sino que hay que valorarla en términos de sus implicaciones para la autonomía estratégica de nuestro país. Y esa es la trampa en la que nos encontramos: queremos y debemos ser un país que facilite la inversión basándonos en la seguridad jurídica y las reglas que rigen este tipo de operaciones a nivel global, pero queremos y debemos preservar nuestros intereses geopolíticos, de seguridad, y de autonomía estratégica en un sector tan esencial como las telecomunicaciones y la tecnología digital. El gobierno debe sopesar estos -y otros- factores antes de obstaculizar o permitir la operación, que no se puede resolver de un plumazo o un canutazo ante los medios. Vivimos en un mundo complejo y hay que tomar decisiones de manera seria y sólida.