Ya hemos vivido otras catástrofes con muchos muertos y heridos, pero resulta imposible llevar a cabo una aproximación puramente racional, al menos durante las primeras horas. El impacto del drama humano es terrible. Las imágenes de los cuerpos exangües sobre las vías, los heridos doblegados por el dolor, los supervivientes que deambulan con la mirada perdida, los familiares angustiados tras la información que no acaba de llegar… Nunca estamos preparados para asimilar calamidades de tal alcance.

La primera reacción decente es la solidaridad hacia los que sufren. Los heridos que se debaten entre la vida y la muerte en los hospitales. Las familias que están buscando a sus seres queridos en las listas de fallecidos. Los que aguardan a la puerta de un quirófano la suerte del padre, la madre, el hermano, la esposa o el hijo. Nuestro primer sentimiento está con ellos, con los protagonistas involuntarios de la tragedia.

Inmediatamente nos aferramos al primer motivo para la satisfacción que se nos cruza por delante, que nos apabulla incluso. Aún no habían pasado cinco minutos desde el accidente cuando aparecieron en torno a los vagones decenas de vecinos dispuestos a ayudar, rescatando víctimas, trasladando heridos, consolando a supervivientes, aportando camillas, mantas, agua y alimentos. Los centros de transfusión de sangre se vieron colapsados enseguida por miles de personas dispuestas a echar una mano, de la manera que fuera.

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