Conforme se aproximan las convocatorias electorales reaparecen recurrentemente los discursos falaces y oportunistas sobre el llamado “bipartidismo”. En Norteamérica, por cierto, el término “bipartidismo” tiene una connotación positiva y alude a la voluntad de alcanzar acuerdos sobre cuestiones importantes entre demócratas y republicanos.

Aquí no. En España, generalmente, se utiliza esta expresión en clave peyorativa, bien para deslucir el éxito de los partidos más votados por los ciudadanos, o bien para intentar una identificación imposible por incierta entre los idearios y las políticas de los dos partidos con más apoyos democráticos. Cuando este discurso proviene de una parte de la izquierda, suele buscar la evitación del “voto útil”, o la tendencia lógica a aglutinar los apoyos electorales progresistas en el partido que más capacidades y posibilidades tiene para defender los valores y los propósitos comunes.

Resulta sorprendente que se lleguen a utilizar argumentos de calidad democrática para cuestionar el hecho incuestionable de que unos partidos obtienen más votos que otros. La democracia española no limita la concurrencia electoral a dos partidos y, antes al contrario, en cada elección suelen participan decenas de formaciones políticas. Si unos obtienen más apoyos que otros, no es por un déficit democrático o porque los partidos mayoritarios se adjudiquen a sí mismos la representatividad, sino por la propia voluntad de los ciudadanos expresada en las urnas.

Es cierto que el sistema electoral votado por los ciudadanos y sus representantes en la Constitución y en las leyes prima a las mayorías, pero no es menos cierto que el respeto a la proporcionalidad de los votos es mucho más relevante aquí que en otros países, y que el sistema permite tanto mayorías absolutas como representaciones parlamentarias muy fraccionadas. Además, el sistema vigente no predetermina cuál ha de ser el partido más votado en la izquierda o en la derecha. Son los votantes los que toman esa decisión.