La manifestación de este sábado será un éxito; convocada para exigir la salida de la cárcel de los consejeros de la Generalitat cesados y de los dirigentes de Òmnium y ANC, pero también para apoyar a la otra mitad del gobierno de la república refugiado en Bruselas, está pensada para subrayar aquello que une y no para magnificar las diferencias existentes en el seno del movimiento independentista. Que las hay y muchas. La decisión del Tribunal Supremo de dictar prisión eludible con el pago de fianza para los integrantes soberanistas de la Mesa del Parlament no restará un solo participante.

La libertad y la defensa del autogobierno son dos argumentos potentes, capaces de movilizar una amplia base social propia del catalanismo político, mucho más transversal que el independentismo estricto, y de frenar el crecimiento de las grietas del movimiento, aunque solo sea por unas horas.

Las listas electorales (todavía no cerradas) están confirmando la pervivencia de objetivos contrapuestos entre los dos partidos independentistas del sistema; la desconfianza entre estos dos partidos y la CUP (dueña de las calles y las huelgas); las diferencias tácticas entre el presidente legítimo de la Generalitat y estos tres partidos; y el malestar entre los activistas y todos los políticos (salvo Puigdemont) por su incapacidad para preservar la aparente unidad de acción que unos cuantos miles de estos pretenden salvar por su cuenta.

El panorama de los intereses electorales del independentismo es el de la crisis interna en toda regla; tan solo una nueva equivocación del Estado, siempre posible dada su tendencia acreditada por el exceso antidemocrático, podría salvaguardar in extremis la unidad salvadora. De todas maneras, las modestas esperanzas de moderación depositadas en el Tribunal Supremo se han cumplido; sin atacar el fondo de los polémicos tipos delictivos aplicados a los acusados, ha actuado de forma diferente a la Audiencia Nacional. Es un pequeño paso para recuperar la normalidad mínima exigible ante unas elecciones; pero es un pasito dado, además, a partir de una revelación inesperada: incluso Carme Forcadell, la heroína del Procés, tenía conciencia de la inexistente proclamación de la república.

Un día antes de la declaración judicial de la presidenta del Parlament, miles de personas se concentraron para pedir la libertad de los presos (ni tan solo Amnistía Internacional se ve capaz de calificarlos de presos políticos) y defender la república virtual que ella negaría unas horas más tarde. Seguramente, para no complicar su comprometida situación judicial, se entiende perfectamente. A cuenta de abrir, sin embargo, la puerta a una decepción lógica que obliga a hacerse una pregunta elemental: los líderes de esta ilusión colectiva, los responsables de este desastre político, social y económico, los promotores de tanta confusión institucional, ellas y ellos, autores de discursos enardecidos apelando a la invencible desobediencia y resistencia al estado opresor, ¿no deberían mantener una digna coherencia por respeto a la multitud de seguidores que cortan carreteras en su nombre y asisten fielmente a todas las manifestaciones a los que se les convoca para reivindicar aquello que no es?

Uno de los dirigentes independentistas que más aparecen en televisión estos días lo decía sottovoce a los pocos minutos de finalizar el pleno del Parlament en el que se suponía había sucedido algo transcendente: bueno, se acabó la performance, ¿y ahora qué?  Bueno, pues ahora, la aceptación del 155 de obra y palabra; participando en las elecciones convocadas por el presidente del 155 y asumiendo esta legalidad ante el juez. De hecho, los funcionarios de la administración catalana ya pasaron por alto las apelaciones a la desobediencia formuladas por el consejero Raül Romeva, supieron interpretar correctamente el silencio del gobierno cesado y los gestos de serenidad del mayor de los Mossos al ser substituido por su segundo en la línea de mando por orden del ministerio del Interior.

Ahora resulta que el 155 gobierna Cataluña como quien no quiere la cosa por culpa de una performance independentista y por la reacción furibunda y forzando los límites de la Constitución del gobierno del PP con el apoyo de PSOE y Ciudadanos. Demencial.