Alfons Quintà fue un mercenario del periodismo que cayó siempre sobre el colchón del dinero hasta que acabó suicidándose tras asesinar a su mujer. Su truculenta historia no merecería ninguna atención de no ser porque su trayectoria profesional se entrecruzó con ciertos episodios nacionales, los más obscuros de los primeros años de la Transición en Cataluña, algunos de los cuales quisieran ser olvidados por quienes los aplaudieron a rabiar. La vida y milagros de Quintà constituyen el hilo conductor de El Hijo del Chófer, un libro exquisito de Jordi Amat que remueve el peligroso maridaje de la política y el periodismo.

El padre de Quintà fue el chófer de Josep Pla y de las relaciones nacidas de esta circunstancia vivió en gran medida su hijo. En la crónica de su vida aparecen desde Jaume Vicens Vives, el historiador que murió demasiado joven para desesperación de Tarradellas, a Lluís Prenafeta, el conseguidor del pujolismo que acabó condenado por corrupción, pasando por el mismo Josep Tarradellas y su amigo Manuel Ortínez, el banquero franquista que se atribuyó el mérito de su regreso, Juan Luís Cebrián, Pedro J. Ramírez y Jordi Pujol, claro. Con todos ellos, y con el mundo en general, estableció relaciones de amor y odio, casi siempre cobró generosamente por sus rupturas y dejó tras de si un rastro de periodista agudo, informaciones exclusivas, oportunismo personal, inestabilidad emocional y pocas manías ideológicas.

Quintà fue el delegado de El País en Barcelona, desde donde desveló la operación de estado para repatriar a Tarradellas y graduó la intensidad de la crisis de Banca Catalana hasta salir despechado por no ser elegido director de la edición catalana; fundó TV3 por encargo de Pujol y desde allí ayudó al entonces presidente de la Generalitat a capitalizar la supuesta persecución del estado por la estafa de Banca Catalana y a dictar lecciones de ética a sus adversarios; después de ser cesado creó El Observador, con el dinero proporcionado por Prenafeta, para combatir a La Vanguardia, y acabó organizando la redacción de El Mundo en Barcelona para atacar a todos sus enemigos que en aquellos momentos ya eran legión. Pasó por Ràdio Barcelona, Enciclopedia Catalana, columnista en el Avui, fue referencia periodística de la izquierda cuando le convino y adalid del nacionalismo catalán o español cuando le pagaron por ello.

Amat descubre a Quintà para el público en general con un relato atractivo, el pequeño demonio atormentado que quiso jugar con los factótums de la política catalana y acabó siendo destruido por ellos, pero su objetivo de fondo es recordar a los lectores los intensos claroscuros de la política catalana en los últimos años del siglo XX, dominados fugazmente por Tarradellas y obsesivamente por Pujol. La cita inicial marca definitivamente el libro. Es una frase de una carta de Josep Pla a Vicens Vives: “ ¿por qué, en nuestro país, nadie dice la verdad?”. A la vista de los acontecimientos conocidos con posterioridad, la pregunta del literato al historiador, de haberlos vivido, podría ser otra: ¿por qué la mayoría de los catalanes cerraron los ojos a las muchas señales de alerta emitidas por Pujol?

El desarrollo político y judicial de la estafa de Banca Catalana fue un gran éxito de Jordi Pujol. En aquel episodio se asentó muy probablemente el sentimiento de impunidad que le llevó a confesarse evasor fiscal y en todo caso allí nació la adoración popular por el héroe que resistió la persecución del Estado en nombre de Cataluña. La realidad es que fue exonerado de toda responsabilidad por dicho estado sin pasar por juicio, aunque nadie lo diría habiendo conocido la instrumentalización que el entonces presidente de la Generalitat hizo en su beneficio. Sus mayorías absolutas atestiguan la credulidad de sus seguidores. Pujol había sido uno de los cientos de resistentes a la Dictadura torturados por la policía pero ninguno como él consiguió la identificación de su causa (la reconstrucción del país desde el nacionalismo) con la causa del pueblo catalán. Consiguió incluso capitalizar la represión por los denominados Fets del Palau sin haber estado allí aquella noche, siendo juzgado y condenado por un sumario tangencial, unas octavillas redactadas por él que uno de los participantes de la protesta del Palau de la Música guardaba en su casa.

El autor de El Hijo del Chófer describe las señales no atendidas que ayudan a entender, en buena medida, cómo llegamos a dónde estamos, en el paraíso de la gesticulación nacionalista en el que ondea la bandera del victimismo y el plebiscito es la fórmula preferida para ganar elecciones sin atender a planteamientos ideológicos. El libro repasa también los vicios de la connivencia del periodismo con la política, con periodistas que desde el ejercicio activo de la profesión trabajan activamente para el poder político e insinúa la intromisión del gobierno de Felipe González en el caso bancario que condicionó la vida política catalana durante décadas.

El relato de Amat no se olvida de deja constancia de una evidencia histórica algo desdibujada por la niebla de la épica soberanista: en Cataluña también había franquistas. Unos se dedicaban a la política, otros a la literatura, los había en la universidad, en el periodismo y en las empresas, algunos con visión reformadora y otros conformados a la espera de la evolución de los tiempos; y los hubo que supieron aprovechar la operación Tarradellas para abrirse nuevos caminos. Habrá más hijos de chóferes merecedores de un relato.