Mariano Rajoy estira el brazo con la misma fuerza con la que su invitado se aferra a los documentos que, a modo de regalo, deslizará minutos más tarde por la mesa impoluta de la interina sala presidencial donde tiene lugar la cita. Podría tratarse de un simple gesto de cordialidad, acaso de una exigencia mínima de movimientos diplomáticos. Pero no, el viejo Rajoy sabe que acercar la mano a un Puigdemont engrandecido, y lo que es peor, convencido casi desde la cuna de la poética independentista, es una muestra de valentía no para aquellos que desde hace años vemos en su tozuda animadversión a cualquier diálogo que no parta de su épica territorial del reino el caldo de cultivo donde se ha bañado complacida la tropa convergente, sino para él mismo. Qué pudor, qué extrañeza, pensaría un insólito Mariano ensayando la duración perfecta de un apretón de manos que, como era previsible, sería lo más cercano a un entendimiento, abortado desde el instante en que Moncloa decidió -con una tardanza presumible para quien lidera la casa, pero inadmisible si exigimos un mínimo de seriedad institucional al relato. Aunque no es el caso- delcolgar el teléfono y acordar la esperada cita con el nuevo inquilino del Palau de la Generalitat. Porque si hay algo que no podemos reprochar al presidente en funciones es su infantil previsionalidad: es escuchar las trompetas apocalípticas que anteceden al rito de las urnas, y sacar las cordiales corbatas de los domingos, alzarse zapatos cómodos y tirar del viejo listín de refranes decimonónicos que durante años aprendería de memoria hasta paliar su vocación de juglar repetitivo con las toscos artículos del universo inabarcable del registrador de la propiedad, para recorrer pueblos en un ejercicio de campechanía impostada, o como en esta ocasión, hablar de Cataluña, o hablar con Cataluña. Diálogo, qué palabra -todavía, presumamos, se escucha el eco de unas carcajadas obcecadas y roncas por los pasillos de Moncloa-. Porque la esperada cita de ayer fue eso, el eco de una carcajada recíproca que uniría Madrid y Barcelona en una performance colaborativa y unidireccional con un único sentido pero en direcciones contrariadas: arrimar el ascua a su sardina -que diría el viejo Rajoy, fiel a su lenguaje proverbial y sin embargo tan certero-.Ambos líderes, a un lado y al otro del Ebro, repitieron -no sin razón- que la reunión podría interpretarse como una invitación por recuperar cierta normalidad institucional, un "vamos, tío, no nos aguantamos, pero hagamos el esfuerzo". Pero ambos sabían que lo hacían para justificar su propia condición de héroe cuestionado, o para hacer llegar una imagen que deberían haber construido hace siglos, y que solo aciertan en cultivar cuando el calendario político exige de gestos y simpatías: uno, para justificar su paradigmático inmovilismo y aparentar cierta predisposición al dialógo -las trompetas apocalípticas de las urnas, otra vez- y otro, para presentarse al mundo y en especial a Cataluña, como el fuerte y autonómo valedor del procés después de cien días sin apenas actividad legislativa en su reino. Rajoy escuchó la seguridad mística de un Puigdemont al que no se le puede reprochar el tacticismo y cotidiana conveniencia de su antecesor, porque lleva instalado años en ese umbral sentimenal del independentismo onírico -tan legítimo y respetable como el sudor de Rajoy al escucharlo- que amenaza con traspasar de facto el yugo del sentimentalismo contemplativo. Y éste le respondió con un episodio de Alonso el Bueno en el que el hidalgo eterno descubre los límites de su afán sonñoliento en las playas de Barcelona. Interesante el juego de metáforas, límites y umbrales. Que hablen Santamaría y Junqueras, que hablen ellos, le acabaría diciendo el viejo Rajoy en un ejercicio obligado de sinceridad desbordada en cuanto el gironí sacó sobre la mesa la consulta, palabra prohibida en la poética juglaresca de Mariano. Y lo que empezó como un retrato desdibujado de un intento de diálogo acabó en un previsible desencuentro cuando ambos no se pusieron de acuerdo ni siquiera en la hora de la rueda de prensa posterior. Así que ambos ocuparon a la vez la poltrona de la sala de prensa de Moncloa, en un caso, y el otro la del Centre Cultural Blanquerna. Y la performance se convirtió en certeza.Pero más allá del juego de máscaras que toda representación presupone, la cita de ayer adquirió para el presidente en funciones un cierto éxtasis premonitorio o acaso una amenaza empírica en su propio delirio popular: casi descartado un hipotético movimiento CUP en la política nacional en la que se exija abiertamente su cabeza a cambio de un gran pacto de gobierno con la mayoría suficiente para afrontar una legislatura, este álgido movimiento -convertido sin duda en concepto de rango politológico desde las pasadas elecciones catalanas-, tan rotundo y violento como previsible, se acentúa y acecha como una sombra amenazante que rodeará a Rajoy si se confirma la casi asegurada nueva convocatoria de elecciones. Porque hoy Rajoy se parece más a Artur Mas de lo que nunca imaginó. Y él lo sabe. También que un Puigdemont popular es su mayor amenaza. Y cada vez se empeña menos en ocultarlo. Preguntado por el hecho de salir en rueda de prensa cuando normalmente no lo hace tras reunirse con un presidente autonómico, el viejo Rajoy regaló una de sus ya cotidianas sonrisas electorales y sentenció con aire bonachón: “Era un buen momento para salir en rueda de prensa, espero que nadie me lo reproche”. También era un buen momento para hablar de Cataluña, se le olvidó decir al presidente. Porque Rajoy, al igual que el viejo hidalgo, ha descubierto el mar, su propio mar -más parecido al mítico río Aqueronte que a la soleada costa de Barcelona, sin duda-. Y cada vez tiene menos empeño en ocultar su propio fracaso, y mucha menos fortaleza para evitarlo. Arrimar el ascua a mi sardina, se repetiría una y otra vez.Porque la consagración, como las batallas, siempre pilla trabajando. Y en eso anda ocupado el viejo de Rajoy. Y en cuanto a Cataluña, a veces la mejor decisión es no tomar ninguna decisión, que también es tomar una decisión. Y que siga el juego.