Tiempos informativos tensos, jugosos, mudables. Tiempos impredecibles los que se han abierto con la convocatoria electoral de Pedro Sánchez para el 28 de abril. La ecuación no falla: lo que es bueno para los periodistas es directamente proporcional a lo que es malo para los ciudadanos.

El 28 de abril parecía una fecha electoralmente arriesgada por su cercanía con la convocatoria local, autonómica y europea del 26 de mayo, pero seguramente era la carta menos mala que Pedro Sánchez tenía para esta partida dentro del ya largo historial de timbas a ciegas que el tahúr socialista –tahúr en el sentido de jugador diestro, no de jugador fullero– viene disputando desde que Susana Díaz lo hizo secretario general del PSOE en el que, a la postre, habría de convertirse en el primer gran error de la carrera política de la expresidenta de la Junta.

Todos contra todos

La vida política del país está entre paréntesis desde hace, exactamente y como mínimo, tres años y dos meses. Desde diciembre de 2015, todo es sobresalto, desasosiego, dispersión. La aritmética que habitualmente salva a las democracias está trabando a la nuestra: las eventuales mayorías que puedan forjarse en el Congreso son viables aritméticamente, pero la proliferación de líneas rojas y cordones sanitarios entre unos partidos y otros las hace políticamente improbables.

¿Por qué tanta pintura roja? ¿Por qué tan obsesiva profilaxis? Por Cataluña, claro está. Cataluña, Cataluña, Cataluña. El conflicto de Cataluña no solo ha partido en dos a los catalanes, también ha taladrado los consensos básicos que hicieron posible la Transición y transitables estos 40 años de democracia tanto en el Principado como en el resto de España.

El piñón

A la incompatibilidad histórica del PP y el PSOE se han sumado estas otras: la incompatibilidad de Ciudadanos con ‘el PSOE de Sánchez’ y con Podemos; la del PSOE de Sánchez y Podemos con Ciudadanos; la de estos con el PNV; la del PNV con los naranjas; la de azules y naranjas con independentistas; y, en fin, la de independentistas prácticamente con todo el mundo a excepción de Podemos siempre y del PSOE según cuándo y con quién. El punto de conexión de todas esas incompatibilidades es, de un modo u otro, ‘el procés’, ‘el procés’, ‘el procés’.

Sin el ‘procés’ no se entiende lo sucedido en Andalucía, pero no porque el juicio de los ERE, los 36 años de gobierno o la guerra civil socialista acaudillada por Díaz hayan sido inocuos, sino porque los pecados y omisiones socialistas habían ido armando un barroco engranaje de ruedas dentadas que solo se ha accionado cuando el piñón catalán se ha acoplado con precisión letal al mecanismo.

La tragicomedia 

La tragicomedia del ‘procés’ ha puesto en escena a Vox, ha propulsado a Ciudadanos, ha escorado al PP, ha herido a Podemos, ha abierto en canal al PSOE y ha sido, al cabo y literalmente, el caballo de Troya de la izquierda catalana, pues fue ella misma quien le abrió las puertas de la ciudad.

Arden las murallas mientras los últimos troyanos leales a la carta fundacional de ciudadanía de la izquierda se refugian en los rincones más inhóspitos y oscuros de la ciudad. Los griegos secesionistas que se ocultaban en la panza del caballo han tomado la ciudad.

Actores y figurantes

Los autores de la obra del ‘procés’ tal vez sean pocos, pero sus actores y figurantes son legión. Su éxito de crítica y de público ha sido tal que la autoría original se ha vuelto irrelevante. Como los romances de antaño, como los poemas épicos de la literatura oral europea, ‘El procés’ opera ya como una obra anónima, popular, una vibrante y poderosa ficción que vuela sola, liberada de la servidumbre a sus creadores originales.

Han sido tantos los añadidos que seguidores y detractores han incorporado a ella, tantas las morcillas declamadas por este o aquel secundario recién llegado a la representación, que sería ridículo que alguien reclamara derechos de autor.

También ha sido ‘el procés’ lo que ha hecho fracasar a Pedro Sánchez en su agónico intento de prolongar hasta 2020 una legislatura que ha naufragado porque, a la hora de decidir la suerte de los Presupuestos, el secesionismo votó con el corazón en vez de hacerlo con la cabeza. ¿Pedro Sánchez timorato ante la derecha y los barones, como le reprochaba Joan Tardà? Más bien, Pedro Sánchez suicida de haber hecho lo que le pedían ERC y el PdeCAT. Su retirada a tiempo puede acabar salvando tal vez no al PSOE, pero sí a Pedro.

La mona

Parafraseando al melancólico presidente del Consejo Europeo, Donald Tusk, a propósito del Brexit, habrá que preguntarse en “qué lugar especial del infierno” debería acabar la izquierda catalana –desde el PSC a las CUP– por haber vestido de seda a la mona peluda del tribalismo, por haber blanqueado al ogro filantrópico del nacionalismo.

Cíclope de un solo ojo, erizo provincial que solo sabe una cosa frente a la zorra democrática y viajada que sabe muchas, coloso de Goya alzándose simétrico y especular a una y otra ribera del Ebro: a este lado, la fiera rojigualda; a aquel, la bestezuela estelada. En medio de ambas, una espesa corriente arrastrando hacia el mar los cadáveres de la Igualdad y la Fraternidad ante la atónita mirada del espectro de la Ilustración.

La fe le ha ganado la batalla a la razón: es el precio de estar en la vida pública para hacer Historia en vez de estar en ella para hacer política. La democracia emocional ha venido para quedarse. La furia de los estandartes ha derrotado a la templanza de los argumentos. El legitimismo acorrala, dos siglos después, a los liberales.

Volver a empezar

La tarea más urgente de la democracia española es desalojar a la Historia y hacer que vuelva a ella la política. Hacer Historia es agotador. Hemos de hacer que vuelva la política con minúsculas, hacer que vuelva sobre todo a Cataluña, donde la dictadura de las mayúsculas y la dialéctica de las banderas han agriado la convivencia ciudadana, han cuarteado la tolerancia ideológica y han dinamitado los parámetros del relativismo que hizo posible la Transición y sin el cual no hay democracia capaz de sobrevivir mucho tiempo.

Muchos ciudadanos miran lo que está sucediendo con resignación, tal vez con fatalismo, como si hubiera dejado de estar en su mano el destino de los asuntos públicos, de modo que estos se guiaran por una lógica propia, autónoma, descabellada, como el engranaje de un androide que alegremente hubiera decidido desobedecer a su creador sin sospechar que tal desobediencia conduce irremisiblemente a su destrucción.