Un pobre negro norteamericano al que un policía racista hubiera apaleado por negro ardería de indignación, en caso de seguir vivo, al leer que un gran escritor europeo llamaba racismo al hecho de que traductores de raza blanca y no activistas hubieran sido vetados para traducir a una poeta negra y activista.

Javier Marías examina este fin de semana en su columna de El País Semanal el sonrojante caso de una traductora holandesa y un traductor catalán, blancos ambos, que han sido vetados para trasladar a sus respectivas lenguas versos de la poeta norteamericana Amanda Gorman, negra y muy comprometida contra la desigualdad y el racismo.

Tiene razón Marías al fustigar a quienes han promovido tal veto contra dos profesionales cuya competencia en el oficio nada tiene ni puede tener que ver con la raza, el sexo o el compromiso político.

Donde no tiene razón el autor de ‘Tu rostro mañana’ es en encuadrar lo sucedido con ambos traductores en el cuadro clínico de las persecuciones y violencias motivadas por el color de la piel de la víctima. Sabemos que no hay solamente un racismo de los blancos, también lo hay de gente de piel oscura contra otra gente de piel todavía más oscura o incluso pálida.

Ha habido racismo de liberianos contra blancos, de mexicanos contra chinos, de chinos contra negros, de negros contra otros aún más negros…, pero incluir en ese maloliente talego el caso de los versos de Amanda Gorman es mucho incluir: tanto, que hacerlo equivale a banalizar el racismo en tanto que ideología históricamente instrumentalizada para justificar el asesinato y el linchamiento de personas o el saqueo y la expulsión de sus tierras.

Marías cree estar denunciando el racismo, pero en realidad está denunciando la estupidez. Una estupidez de la que, si la comparáramos con un guiso, diríamos que en ella el racismo equivale a la pimienta o el hinojo con que se adereza un estofado, pero no a los ingredientes que hacen que un estofado sea un estofado y no otra cosa. Ni siquiera un exceso de especias que arruinara el plato autorizaría a confundir éstas con el plato mismo.

Racismo es mucha palabra para atribuirla a actitudes mucho más vinculadas a la estulticia, la superficialidad o el papanatismo que a la raza. No es racista quiere, sino quien puede. En quienes discriminan a profesionales blancos y no activistas para traducir a escritoras negras y activistas falta, como mínimo, el factor odio para que podamos, con propiedad, identificarlos como racistas.

Su veto se parece más al promovido por un novelista discapacitado físico –blanco o negro– que prohibiera ser vertido a otra lengua por un traductor cachas o al de una ensayista gorda y orgullosa de sus muchos kilos que repudiara a traductores famélicos. En ambos casos, el color de la piel también podría ser incorporado al panel de incompatibilidades para la traducción, pero ni aun en ese caso dejaríamos de tipificar la conducta de ambos creadores como pura, extravagante y sobrecogedora necedad.

Lo que sobrecoge no es que el racismo se haya infiltrado en medios intelectuales, pues a fin de cuentas ya ha sucedido en otros momentos de la historia. Lo que resulta escalofriante es que en esos ámbitos que consideramos la encarnación del pensamiento, la introspección y la inteligencia se haya deslizado tan fácilmente la tontería, sin encontrar apenas obstáculos en su camino.

A quienes han vetado a los traductores blancos de Amanda Gorman hay que ridiculizarlos, parodiarlos, denunciarlos o incluso zaherirlos, pero no por racistas sino por majaderos. Javier Marías lo haría, por cierto, mejor que nadie.