Ante la gravedad de la situación sanitaria y económica generada por la pandemia de la covid-19, acaso parezca una frivolidad preocuparse por cómo puede resultar afectada por ella la libertad de pensamiento de los individuos, o, más extensamente, su libertad de conciencia. De hecho, Amnistía Internacional ha denunciado extensamente la adopción en distintos países de duras medidas represivas que han vulnerado derechos humanos de la población y no menciona este aspecto; y en las 44 páginas del documento “Respuesta integral de las Naciones Unidas a la COVID-19”, de junio de 2020, se manifiesta con frecuencia la preocupación por los derechos humanos, pero no aparecen inquietudes por la libertad de conciencia o pensamiento.

Sin embargo, estamos hablando de una libertad que nos especifica y dignifica como humanos, y la pandemia puede suponer un refuerzo de antiguas y nuevas amenazas sobre ella que acaso perdure cuando lo peor de la crisis se haya superado, de modo que precisamente ahora es el momento de analizarlas, preverlas e intentar prevenirlas.

Abordaré las cuestiones de una manera sucinta y ciñéndome sobre todo al presente y futuro próximo de España, en el que cabe suponer que persistirá la crisis sanitaria y económica. Consideraré diversas perspectivas y con distintos horizontes, pero comoquiera que el movimiento que se ocupa específicamente de la defensa de la libertad de conciencia es el laicismo, empezaré por sus reivindicaciones tradicionales (representadas a nivel nacional sobre todo por Europa Laica), relativas a la situación de privilegio de las asociaciones religiosas, y en particular de la Iglesia católica, en nuestro país. Pero después trataré de ir más allá, pues las amenazas a la libertad de conciencia no vienen sólo de los abusos religiosos, y tal vez dejen de ser éstos los más preocupantes.

I. La covid-19 y las viejas amenazas religiosas a la libertad de conciencia

Parece que a muchas personas, y en particular a los políticos, les cuesta entender qué tienen que ver los privilegios estatales de las religiones con las amenazas a la libertad de conciencia de los ciudadanos, en especial de los más jóvenes. Por eso, antes de entrar en algunos detalles, quiero recordar que, puesto que las asociaciones religiosas muestran una afición desmedida por la expansión de sus creencias y la ganancia de fieles, cuando el Estado (comportándose de forma confesional) les concede prerrogativas de todo tipo, se hace cómplice de alimentar el proselitismo de dogmas religiosos, e incluso de promoverlos mediante estrategias de adoctrinamiento, con evidentes coacciones sobre las conciencias en algunos ámbitos, sobre todo en el de la enseñanza. Veamos algunos aspectos concretos de los peligros o consecuencias de la confesionalidad estatal.

Aspectos económicos: solidaridad o caridad frente a la covid-19

Son de sobra conocidos los privilegios económicos de la Iglesia católica. La dictadura franquista, de esencia nacionalcatólica, los exacerbó (no en vano la Iglesia bendijo el golpe de 1936 y el posterior régimen criminal y represor), pero nuestra democracia no sólo no acabó con las prerrogativas, sino que éstas aumentaron –a pesar de haber pasado más de cuatro décadas desde el compromiso formal de la Iglesia a su autofinanciación–, incluso con gobiernos socialistas. Según los cálculos de Europa Laica, en la actualidad el Estado concede a la Iglesia más beneficios económicos que nunca, unos 12.000 millones de euros anuales. Sólo de manera local, o regional, se atisba a corto plazo una ligera mejora de la situación por el cobro del IBI, y apenas se vislumbra una minúscula restitución de los bienes sustraídos a la población mediante el monumental expolio producido desde hace décadas, pero sobre todo desde 1998, mediante las inmatriculaciones.

Ya en la crisis económica iniciada en 2008, la Iglesia pudo hacer suyo el título y la portada de aquel disco de Supertramp: Crisis, what crisis?, pues tuvo la fortuna de que desde el Estado se le aplicaran los “recortes cero” en una época especialmente necesitada de solidaridad, con sectores claves, como la educación y la sanidad, sufriendo esos recortes de modo muy doloroso. Lamentablemente, todo indica que ahora, con el gobierno de PSOE y Unidas Podemos, vamos por el mismo camino.

¿Y qué hay de malo en eso –dicen algunos–, si la Iglesia, como siempre proclama, a cambio de las regalías estatales aporta caridad a los necesitados? Cabe responder que el grueso de los gastos de la Iglesia no se destina a la caridad, a no ser que se entienda aquello de que «la caridad buena es la que empieza por mi casa y no por la ajena». Se destina a mantener sus obispos y curas, sus teles, sus negocios, su falaz propaganda… (Descubrimos las dimensiones estimadas de esa autocaridad a pesar de unas rendiciones de cuentas opacas y tramposas; véase el último análisis de Europa Laica). Pero, aunque la Iglesia se volcara en la caridad, ¿lo que requieren los necesitados es esta virtud teologal? Como dijo de manera inmejorable Eduardo Galeano, «la caridad es humillante porque se ejerce verticalmente y desde arriba; la solidaridad es horizontal e implica respeto mutuo». Si la caridad se sostiene sobre la humillación, y también desde la eternización de la desigualdad, ¿no es mejor exigir dignidad, justicia e igualdad, es decir, solidaridad? No nos fiemos del supuesto altruismo limosnero; como dice Fernando Savater, «hay que ser solidario en defensa propia».

Sin embargo, en la crisis de la covid-19 volvemos a ver mucha Cáritas (que lava la cara de la Iglesia, aunque menos del 2 % de su financiación procede de la casilla de la Renta), mucha parroquia y mucho banco de alimentos, pero insuficientes instancias públicas, sin sesgos ideológicos y/o comerciales, al servicio de los desfavorecidos. La cuestión no es rechazar las acciones caritativas privadas, por supuesto, sino que las Administraciones públicas actúen simultáneamente en dos sentidos. En primer lugar, no subvencionando ni apoyando ese tipo de acciones. Dado que las iniciativas caritativas son privadas (por ejemplo, religiosas), deben sostenerse con medios privados (por ejemplo, de la Iglesia católica).

En segundo lugar, las Administraciones públicas deben promover iniciativas libres de aquellos sesgos, dedicando para ello, por cierto, medios e instrumentos independientes de esas casillas de la renta que vuelven a beneficiar sobre todo a los autocaritativos. En definitiva, menos ruido caritativo privado y más nueces solidarias públicas. Que, aunque exiguas, las ha habido recientemente. Buen ejemplo, en principio, de nuez solidaria –a pesar de sus insuficiencias– en plena pandemia es el flamante ingreso mínimo vital (IMV), que significativamente provocó el rechazo de la cúpula clerical, seguramente porque va contra su negocio de la caridad; el rechazo de los obispos a que algunas personas puedan vivir «de manera subsidiada» ¿no deberían empezar por aplicárselo a ellos mismos y a su Iglesia? Lamentablemente, la puesta en marcha del IMV ha sido muy deficiente y requerirá ajustes para una aplicación eficaz. Otras importantes medidas solidarias han sido el aumento del salario mínimo, los abundantes ERTES y las ayudas a los autónomos. Debemos celebrarlas como se merecen, exigir que se apliquen de manera eficiente, y a la vez reconocer que se quedan muy cortas, actuando en consecuencia.

Pronto comprobaremos si esas iniciativas han sido una excepción o, en respuesta a la dura situación económica que nos sobreviene, hay un noble compromiso gubernamental con la justicia social mediante el refuerzo de lo público (empezando por la sanidad y la educación), que lleve a extenderlas. La decisión de promover mecanismos redistributivos es crucial ante una situación de emergencia en una España empobrecida. Y respecto a lo que aquí nos ocupa, no olvidemos que difícilmente podremos hablar de libertades, digamos, mentales, si las necesidades corporales no están suficientemente cubiertas. Como escribió Ildefonso Falcones en La catedral del mar, «No hay libertad con hambre».

La importancia de lo simbólico

En este ámbito también ha habido, con la covid-19, un avance que no debemos desdeñar: la celebración, el pasado 16 de julio en Madrid, de un homenaje de Estado laico a las víctimas de la pandemia (aunque hubo un exceso de representación religiosa, absolveremos el pecadillo). En el terreno simbólico, el Estado respeta las convicciones y creencias, es decir, la conciencia, de toda la ciudadanía sólo mediante un comportamiento estrictamente laico. Lamentablemente, aquel avance no se está correspondiendo con un cambio de actitudes en otras esferas y niveles de la Administración. Las reuniones y ceremonias religiosas han tenido en ocasiones trato de privilegio en momentos de restricciones por el coronavirus. Además, aunque debido a éstas ha habido muchas menos ceremonias religiosas, hemos visto lo suficiente para comprobar que permanece la participación de autoridades y cargos, civiles y militares, en ellas.

Del mayor significado simbólico ha sido que el mismo rey de España, Felipe VI, Jefe del Estado y “símbolo de su unidad y permanencia” según el art. 56.1 de la Constitución, ha continuado asistiendo a algunas. Nuestro Símbolo de Unidad participó en el funeral católico por las víctimas del virus celebrado en la catedral de la Almudena (6 de julio), y nuestro Símbolo de Permanencia ha vuelto a protagonizar la esperpéntica Ofrenda Nacional al Apóstol Santiago (25 de julio), mostrando la permanencia de la desvergüenza antidemocrática de contravenir la aconfesionalidad estatal, así como de la ausencia de sentido del ridículo por dirigirse y pedir favores a alguien fallecido hace dos milenios. Sus continuas inclinaciones ante representantes de un Estado extranjero, la Santa Sede, son una simbólica muestra de sumisión inaceptable en un jefe de Estado, más aún cuando el Estado extranjero es una teocracia que conculca derechos humanos (en particular, los de las mujeres) y está invadiendo (de manera legal, pero ilegítima) competencias educativas y de otro tipo en España.

El Gobierno actual y los partidos que lo conforman son tan cómplices como los anteriores de estos desafueros del rey Felipe VI, similares a los de su padre en este simbólico aspecto. También son responsables de no hacer nada contra la asistencia de cargos públicos a ceremonias religiosas, la realización municipal de grotescos votos a entes de ultratumba, la adscripción católica de diversos estamentos de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado, etc., etc. ¿Se trata de personas e instituciones al servicio de toda la ciudadanía, o sólo de la que cree, contra toda racionalidad y evidencia científica, cosas como que cierto hombre resucitó y que su madre se mantuvo “Virgen” toda la vida? Lo siento, pero yo no consigo fiarme cuando me viene alguien armado que con dinero público ha ido de uniforme a bailar la conga ante la Virgen de Lourdes.

Ni que decir tiene que el Estado no puede exhibir apegos religiosos, pero tampoco actitudes antirreligiosas. Aunque es obvio, parece que, debido a la caricatura del laicismo que los clérigos y buena parte de la derecha política promueven, conviene decirlo: un Estado laico no es confesional ni pluriconfesional, pero tampoco anticonfesional, y de hecho defenderá el derecho a mantener (y celebrar, y exhibir…) las creencias y convicciones que se desee, sin privilegiar ni menoscabar a ninguna. Como explicó Gonzalo Puente Ojea, el Estado debe velar por la estricta «igualdad formal de todas las conciencias», cualesquiera que sean sus contenidos ideológicos y convicciones. Puesto que, por desgracia, será necesario que haya más ceremonias en memoria de los fallecidos por la pandemia, ¿darán las Administraciones instrucciones claras para que (como la del 16 de julio) sean de todos y para todos, es decir, estrictamente laicas?

Aspectos educativos-1. Las asignaturas de religión

La asignatura de religión católica en escuelas e institutos (y también en las universidades, como veremos) viene impuesta por los Acuerdos de España con la Santa Sede de 1976 y 1979 (que actualizaron el Concordato de 1953). Como consecuencia de éstos, han acabado estableciéndose otros, digamos, acuerditos de segunda o tercera categoría, e impartiéndose también otras religiones (estas sí de categoría similar, es decir, no más racionales ni acordes con los derechos humanos). Toda esta catequesis escolar, en un Estado supuestamente aconfesional, según el artículo 16.3 de la Constitución («Ninguna confesión tendrá carácter estatal»). Aunque el mismo artículo abre las puertas a lo que está ocurriendo cuando finalmente reza que «Los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española y mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia Católica y las demás confesiones».

¿Tiene sentido racional y democrático esta situación? Y, si no lo tiene, ¿es este buen momento para terminar con ella? En mi opinión, las respuestas son unos rotundos “no” y “sí” (dejo al lector o lectora que acierte el orden de mis respuestas). La salida de las asignaturas de religión de la enseñanza la exige no sólo la aconfesionalidad estatal (entenderlas justificadas por la coletilla del art. 16.3 es un exceso evidente), sino también el rigor científico; no es admisible que en los centros educativos se enseñen supercherías ni un modo de pensar mágico y dogmático. En una asignatura (Ciencias Naturales) una profesora te enseña evolución, que la energía/materia ni se crea ni se destruye, y a pensar; pero en otra (Religión) un catequista te habla de creacionismo divino, de multiplicaciones de panes y peces, y a creer. A creer en almas inmortales, ángeles, lugares celestiales, castigos eternos, resurrecciones, madres-siempre-vírgenes, etc., etc.

Estas enseñanzas mágicas, avaladas por el BOE, estarían bien para un Harry Potter, pero me parecen tóxicas para el desarrollo intelectual de los niños reales. Tanto las católicas como las evangélicas, las islámicas, o las de otros credos; ya puestos, ¿por qué no asignaturas de espiritismo, o de terraplanismo, ya que hay padres con esas creencias y no menos derechos? Me parece que es palmario el conflicto radical entre la ciencia y creencias religiosas fundamentales, igual que lo hay entre el pensamiento crítico y el dogmatismo. Me pregunto cómo es posible que se mantenga el infame y disparatado adoctrinamiento religioso escolar ya bien entrados en el siglo XXI, y cuando necesitamos más que nunca (véase después) la promoción del conocimiento científico y del pensamiento libre. No olvidemos que, a mayor adoctrinamiento efectivo, menor libertad de conciencia. Si el adoctrinamiento funciona, la persona asumirá ideas a ciegas, sin cuestionarlas; y, en el caso de los adoctrinamientos religiosos, no suele tratarse precisamente de ideas triviales, sino de unas que se refieren a cómo es y cómo funciona el mundo, y que afectan a la visión de quién es uno mismo, qué posición ocupa en ese mundo, cuál es su origen y cuál será su destino, cómo debe comportarse, con quién puede follar (y por qué orificio) y hasta qué debe pensar y desear.

Y es que, además de los aspectos científicos, están los aspectos morales, mediante los que se intentan imponer normas de conducta apoyadas en los dislates irracionales mencionados. No es aceptable que se transmita a los niños una moral homófoba, misógina y heterónoma (dictada por otros, que se basan en libros no sólo claramente anteriores –iniciados en la Edad del Hierro–, sino inferiores, a los derechos humanos). Como de nuevo escribió Gonzalo Puente Ojea, «la moral autónoma es la única capaz de formar una personalidad ética sana y digna del ser humano». ¿Qué mensajes morales cabe esperar de unas religiones en las que para detentar cargos de poder, para dirigir la oración, o para celebrar su acto ritual más excelso (la Eucaristía) hace falta tener pito? La instrucción religiosa no es buena cosa para los niños en general, pero es particularmente execrable para las niñas (ay, las obligadas a llevar el hiyab para que no olviden su –inferior– identidad), aunque el sexismo machista religioso perjudica extraordinariamente también, por supuesto, a los menores del sexo masculino. ¿Y qué decir del daño a quienes tengan o lleguen a tener tendencias homosexuales?

En mi opinión, no se trata sólo de dejar las doctrinas irracionales, anticientíficas, homófobas y misóginas fuera de la escuela pública, sino también de la concertada (sostenida con fondos públicos) y de la estrictamente privada. El adoctrinamiento religioso (y también el nacionalista, o el ideológico en general) supone, como denuncia Richard Dawkins, una forma de abuso mental infantil, de modo que no cabe argumentar que está bien si lo costean los padres. Será imposible impedir el adoctrinamiento familiar, pero dejemos la escuela como un territorio en el que poder escapar de él. De modo que si por la covid-19 no hay escuela, las posibilidades de liberación mental de los niños catequizados se reducen dramáticamente (seguiremos con este aspecto más adelante).

Por los principios de igualdad y respeto a la infancia, se necesita priorizar cada vez más la escuela pública y laica frente a la concertada. Sin embargo, los sucesivos gobiernos vienen favoreciendo más y más a la segunda, y con la crisis de la covid-19 no se ha reducido esa tendencia. Al menos, para empezar se debería exigir en las escuelas concertadas o privadas el respeto a los menores, negándoles la posibilidad de idearios con componentes dogmáticos y antidemocráticos.

Por otro lado, habrá que vigilar que buena parte del irracionalismo no persista bajo el disfraz de asignaturas sobre «Hecho religioso»; cabe temer que en ellas se realice un proselitismo religioso genérico, sobre todo si las imparten (como proponen los Cristianos Socialistas, del PSOE) los mismos catequistas de las actuales asignaturas confesionales. Estos catequistas, por cierto, deben tener una acreditación eclesiástica que incluye una titulación (la DECA, o Declaración Eclesiástica de Competencia Académica) de carácter plenamente confesional que beatamente conceden las Universidades públicas españolas que imparten los grados de Maestro en Educación Infantil y Primaria. Es decir, persiste la nacionalcatólica enseñanza confesional de religión católica en la Universidad –eso sí, ya no es una maría obligatoria, faltaría más–, mediante lo que representa una intromisión de la Santa Sede en los planes de estudio universitarios. Esta indignidad, denunciada repetidamente por la asociación UNI Laica, permanece sin que ningún decano ni rector haya tenido la bizarría de denunciarlo o, al menos, de quejarse.

Como la asignatura de religión católica en la escuela y en la universidad viene impuesta por los Acuerdos de España con la Santa Sede, que incluyen otras escandalosas prerrogativas para la Iglesia, es urgente la denuncia total de tales Acuerdos, que no deben ser sustituidos por ninguno otro. Los acuerditos con las otras confesiones deberían caer a la vez. Además, es necesario sustituir la piadosa Ley Orgánica de Libertad Religiosa de 1980, acorde con aquellos Acuerdos, por una Ley Orgánica de Libertad de Conciencia consecuente con la laicidad del Estado, es decir, con la democracia. Europa Laica propuso una redacción concreta ya hace años.

La denuncia de los Acuerdos con la Santa Sede ha llegado a ser una promesa electoral del PSOE, y, parecía que con más convicción, de Izquierda Unida, pero, vaya por dos, o (con Podemos) por tres: se esfumó en el pacto de gobierno PSOE-UP, y, a la pregunta concreta del senador de Compromís Carles Mulet sobre el mantenimiento de tales Acuerdos, el Gobierno ha respondido que el 24 de junio se acordó con el Presidente de la Conferencia Episcopal «establecer una agenda amplia de trabajo para avanzar en un modelo que permita la colaboración y la resolución de las posibles discrepancias que pudieran plantearse». Es decir, que continúa el baile Gobierno-obispos (un baile demasiado agarrado para los tiempos que corren). La verdad es que en ningún momento ha quedado claro que el propósito del PSOE fuera eliminar los Acuerdos, sino más bien sustituirlos por otros simplemente menos vergonzosos para el Estado español. La promulgación de una Ley de Libertad de Conciencia sí que está recogida en el acuerdo de Gobierno, pero no parece posible que esa ley «garantice la laicidad del Estado» sin derogar antes los Acuerdos.

Tradicionalmente, desde el PSOE se ha dicho que no es el momento de romper o retocar los Acuerdos, sacar la religión de la escuela, acabar con la financiación estatal de la Iglesia, etc., porque España no está preparada (parece que, mientras siga haciendo calor en verano…). Se han acumulado las decepciones, y ahora la covid-19 será la coartada perfecta para un nuevo desengaño. Todo indica que se está perdiendo, una vez más, la oportunidad de que un gobierno autoproclamado progresista y de izquierdas respete sus propios principios sacando la religión de la escuela y acabando con todos los privilegios eclesiásticos. En definitiva, si no me equivoco (¡ojalá lo hiciera!), el Gobierno de PSOE-UP será un cómplice más de la iniquidad concordataria nacionalcatólica.

Aspectos educativos-2. Consecuencias del cierre de escuelas por la covid-19

Hay acuerdo casi unánime en que el cierre presencial de los centros de enseñanza es perjudicial para la formación de los niños. La escuela es, de modo ideal, un lugar para la educación en el pensamiento crítico y la ética humanista. Nuestra escuela está lejos del ideal, a pesar del trabajo de muchos maestros y profesoras extraordinarios, pero aun así tememos que los déficits de educación escolar favorezcan el desarrollo de personas más crédulas, peor informadas… más manipulables. Si los niños dejan de ir a la escuela, se resentirá la formación de manera más acusada en los que cuentan con menos medios (informáticos y de todo tipo) y están en un ambiente familiar y social menos propicio. Muchas voces expertas han alertado sobre la amplificación de desigualdades que conlleva el cierre escolar presencial.

Según la ONG «por la infancia y la educación de niños y niñas» Plan Internacional, la pandemia cambió la rutina de más de 1.500 millones de estudiantes en todo el mundo, y afirman que nos enfrentamos a un desafío aún más grave, especialmente para las niñas: más de 11 millones de ellas –desde preescolar hasta bachillerato– corren el riesgo de no volver a la escuela este nuevo año escolar. Añaden que «esta cifra alarmante expone a niñas de todo el mundo a sufrir embarazos tempranos, matrimonios forzados y otras formas de violencia. Para muchas, la escuela ofrece mucho más que educación, es un salvavidas. Una puerta hacia un futuro mejor». Como es previsible, será peor en los países o entornos más pobres; en los niveles económicos bajos es mayor la vulnerabilidad de los niños y adolescentes. Además, varias investigaciones demuestran que, cuando la tensión en las familias se incrementa (como es el caso con la pandemia), también aumenta el riesgo de violencia familiar.

Por supuesto, la anhelada apertura de los centros de enseñanza debe hacerse con unos mínimos de garantías y precauciones, lo que habría requerido, en España, una planificación y unas inversiones adecuadas, amargamente lejos de la realidad.

En cualquier caso, la covid-19 ha hecho más notorio que estamos en una época en la que hará falta un esfuerzo adicional para estimular la conciencia crítica de los niños y jóvenes, en la escuela y, a ser posible, fuera de ella. Por ejemplo, implicándolos de manera activa en el desenmascaramiento de los bulos que circulan, con más intensidad que nunca, en su entorno familiar y social –luego hablaremos de ello–.

Por último, enlazando con el epígrafe anterior, recordemos que suelen minusvalorarse los componentes dogmáticos anticientíficos y anti-derechos humanos de las enseñanzas religiosas. De modo que el que los niños se las pierdan sí es una buena noticia; y supongo que las clases doctrinales virtuoso-virtuales serán menos efectivas que las presenciales. Además, espero que ofrezcan una buena oportunidad para obtener pruebas de la naturaleza de sus contenidos, por lo que animo a conseguirlas y difundirlas.

El respeto dogmático

Son frecuentes las peticiones de censura por parte de creyentes religiosos que consideran que mensajes antirreligiosos, o simples chistes sobre sus complejas creencias, hieren su sensibilidad, y hasta ahí podíamos llegar. Como tienen por costumbre, creen que sus credos y convicciones deben tener privilegios sobre los demás, y uno de los principales es un «respeto» que prohíba la antirreligiosidad y el humor irreverente o blasfemo.

En lo que se refiere a la antirreligiosidad, creo que poner en evidencia la irracionalidad y perfil anticientífico, y a veces el carácter inmoral (anti-derechos humanos) de las enseñanzas de cristianos, judíos, musulmanes o yoguis es, parafraseando a algunos de ellos, «en verdad justo y necesario, es nuestro deber y salvación». Hay que proteger esta libertad de expresión contra la censura, y contra las amenazas e intimidaciones. Pienso en las más atroces de los extremistas islámicos, pero también en las de asociaciones como “Abogados cristianos”.

Lo que merece respeto y protección no son las creencias, sino el derecho que tienen los creyentes a profesarlas; pero no lo tienen a mantenerlas inmunes a la crítica… y a la mofa (como dice un dicho: «si no queréis que nos riamos de vuestras creencias, no tengáis creencias tan graciosas»). Quienes ven tan fácilmente ofendida su “sensibilidad religiosa”, ¿no carecen hasta de la “gracia de Dios”? Es más, me parece fácil mostrar que algunas de sus creencias son o pueden ser ofensivas para los demás, vivos (homosexuales, mujeres) o muertos. Un ejemplo de las segundas (de las primeras no creo que haga falta): ¿no queda la memoria de la “señora María” (la madre de Jesús) continuamente perjudicada por esa imagen de mujer que se deja guiar por alucinaciones angelicales, sexófoba, y que se aparece con mensajes ultras?

Si se pide respeto precisamente para las afirmaciones más absurdas, es decir, racionalmente menos respetables, me temo que es porque tienen poca o ninguna defensa basada en hechos y argumentos. Nadie pide respeto hacia las leyes de la física o la teoría de la evolución; ahí está el anís del mono ridiculizando a Darwin, y sus admiradores (de Darwin, pero algunos también del anís) no amenazamos a nadie. Quien se burle de la ciencia, en el pecado lleva la penitencia, que se dice.

¿Habría que censurar, por el contrario, mensajes flagrantemente falsos o inmorales/discriminadores/antidemocráticos/“peligrosos”? Últimamente se ha planteado muy seriamente esa posibilidad respecto a los segundos (de los primeros hablaremos más adelante), hasta el punto de proponerse la censura de películas de hace años o décadas. Pero cuidado, pues, en ese caso, ¿no deberíamos llevarnos por delante viejos textos que han probado sobradamente su peligrosidad y carácter discriminador? Estoy pensando en la Biblia, el Corán y otros libros “sagrados”. La historia criminal a ellos asociada es espeluznante, y desgraciadamente no es una historia acabada: tenemos desde los asesinatos islamistas hasta las posiciones del Vaticano sobre el aborto y los condones (recordemos: mejor muerte por sida que sexo con condón).

Sin embargo, yo estoy contra la censura de ese tipo de libros (ya lo manifesté cuando algunos la propusieron para el deplorable ‘Cásate y sé sumisa’, editado con apoyo del arzobispo de Granada), así como la de frecuentes manifestaciones episcopales muy alejadas de la verdad y de los derechos humanos. Tampoco estoy contra algo tan extremo como la existencia legal de asociaciones que discriminan de manera brutal a la mujer (la Iglesia católica y otras, asociaciones de musulmanes, etc.). Eso sí: estas asociaciones deben dejar de tener privilegios del Estado, como las prerrogativas en el acceso a los medios públicos y, sobre todo, a la educación infantil.

Pero seamos conscientes de que, al admitirlos (libros, manifestaciones, asociaciones, etc.), levantamos bastante el rasero de la permisividad en la difusión de la mentira y de la inmoralidad, pues es evidente que esas personas y asociaciones no deben tener prerrogativas por su carácter religioso.

En resumen, creo que lo único que se debe censurar son los mensajes que supongan un peligro para personas o grupos de personas señalados (volveremos más adelante sobre el asunto de la libertad de expresión más allá de la cuestión religiosa), pero, si nos ponemos tiquismiquis, nos ponemos con todos.

La mejor defensa contra los mensajes indeseables la constituyen la cultura y la racionalidad. Nadie necesita proteger a alguien culto y racional contra los mensajes terraplanistas. Para alguien racional y culto, también se tornan ridículas las aserciones creacionistas, así como tantos dogmas religiosos y otras afirmaciones pseudo o anticientíficas. Esto nos devuelve a la necesidad de estimular el pensamiento crítico e impedir el adoctrinamiento dogmático en la escuela. (Mañana, segunda y última entrega).

(*) Juan Antonio Aguilera Mochón es profesor de Bioquímica y Biología Molecular en la Universidad de Granada. Miembro de Europa Laica, Círculo Escéptico y ARP-SAPC.