Que el poder judicial nunca ha soportado un descrédito similar al que vivimos estos días, es evidente. Sobre las razones de este desprestigio, hay discusión. Hay quien cree que se trata de una conspiración organizada por mentes inteligentísimas, capaces de controlar los medios de comunicación y manipular a la opinión pública. Detrás de ella algunos ven a los independentistas catalanes, a Georges Soros, a los rusos, o a todos ellos juntos.

Más allá de las teorías conspiranoicas es evidente que la súbita mala fama de la judicatura está relacionada con, al menos, un par de causas. De una parte, decisiones que resultan incomprensibles para la ciudadanía (e incluso para los juristas) y que parecen tener una base ideológica antes que jurídica. Basta recordar el caso de los titiriteros encarcelados, los juicios contra raperos, el caso de la manada, la acusación de rebelión contra los líderes del procés o las sentencias sobre el impuesto a las hipotecas entre otros muchísimos. De otro lado, la sensación de que los jueces están fuera de control democrático y sirven a turbios intereses políticos o económicos.

El acuerdo entre el PSOE y el PP para el nombramiento del juez Marchena como presidente del Consejo General del Poder Judicial y del Tribunal Supremo ha contribuido a aumentar la sensación de politización de la justicia. Aunque formalmente es una competencia de los vocales elegidos por el parlamento, tradicionalmente se llega siempre a un acuerdo previo sobre la figura del Presidente. Es una práctica sentada. Las asociaciones de jueces han aprovechado la coyuntura para descargarse de toda responsabilidad y acusar a los partidos de politizar la justicia. Así, de pronto, parece que todos los males provienen del nombramiento político del Presidente del Poder Judicial. Pero no es tan sencillo.

Creo que el nombramiento de Marchena es una pésima noticia. Se trata de un juez extremadamente conservador. Un patriota dispuesto a todo contra los independentistas y enemigo de dar el mínimo margen a la libertad de expresión. Más allá, ha demostrado reiteradamente su sumisión al partido popular. Entre otras cosas, fue el responsable de que Pablo Casado pudiera continuar su carrera como Secretario General pese a su implicación en el asunto del máster regalado de la Universidad Rey Juan Carlos. Esos “favores” se pagan. Parecía que el pago era el trato de favor –manifiestamente ilegal- que le dio a su hija el poder judicial: contra todas las normas vigentes, le permitieron pasar de la carrera judicial a la fiscal para que pudiera trasladar su residencia de Barcelona a Madrid. Un caso de nepotismo que sólo se justifica en el deseo de tener contento al tal Marchena. Ahora se ve que el intercambio de favores es más intrincado.

El PSOE parece creer que al quitar a Marchena de la Sala que ha de juzgar a los líderes del procés -donde será sustituido por una magistrada progresista- será más factible conseguir una sentencia proporcionada en ese caso. Ya veremos si lo consigue, pero la obcecación contra el independentismo no es cosa sólo de un juez. La sensación de que son ellos los únicos salvadores legítimos de la patria y de que han de hacerlo cueste lo que cueste está demasiado extendida entre los del supremo y va a ser difícil de neutralizar. Mucho más con un Presidente tan talibán en este tema, que maniobrará como haga falta para salirse con la suya.

Todo esto suena un poco sucio, teniendo en cuenta que estamos hablando de la justicia: un poder supuestamente neutral, supeditado tan sólo a la ley, que ha de aplicar a todos por igual. Pero no es así. En España, en los altos órganos judiciales, esto no es así. Y la razón no es que el Consejo General esté elegido por los partidos. Si estuviera elegido por los propios jueces, sería aún peor. Porque el verdadero problema es que en España los jueces de esos altos tribunales no acceden al cargo por mérito. Los jueces del supremo no son los mejores magistrados del país que, al final de su carrera y a través de un sistema objetivo, se promocionan a ese puesto. No. Los nombra el Consejo General, y los nombra sin criterios objetivos. Así que el problema no es que el órgano de gobierno sea político, sino que ese órgano político pueda nombrar a los jueces que quiera y como quiera.

La solución para la despolitización de los altos tribunales pasa por un sistema de acceso basado en méritos; y pueden pensarse algunos suficientemente objetivos: la antigüedad, la eficiencia, el porcentaje de casos revocados por instancias superiores, el grado de satisfacción, las evaluaciones,… Un sistema de puntos que permita a los mejores jueces pasar directamente al supremo sin que nadie les tenga que hacer un favor y sin que en esa promoción intervengan razones ideológicas.

De ese modo no conseguiremos necesariamente jueces demócratas, al servicio exclusivo de las leyes y capaces de interpretaras en cada momento como exige el contexto social. Para esa batalla falta aún la reserva de un sistema de acceso a la magistratura tan objetivo como exclusivamente memorístico que no asegura siempre que entren los mejores candidatos ni –sobre todo- que lo hagan con la formación adecuada. Sin embargo, con la profesionalización y el sistema objetivo de acceso conseguiremos que los jueces del Supremo no le deben a nadie el favor de haberlos nombrado. La promoción y el nombramiento de jueces no puede ser nunca un favor.

Así, aunque tengamos un presidente del poder judicial como el juez Marchena, sumiso al poder y amigo de componendas e influencias, su capacidad de determinar el contenido de las decisiones del Tribunal Supremo será nulo. Entre tanto hay poco que hacer. Los partidos deciden quién entra en el Supremo y los jueces del Supremo tienen contentos a los partidos.