La primera vez que tuvimos en España un sistema constitucional y democrático, durante la II República, hubo sectores (económicos e ideológicos) interesados en destruirlo. También se dio el caso de quienes se sintieron desilusionados, porque no llegó lo que ellos esperaban, y expresaban su descontento con frases como: “¡Qué bonita era la República bajo la monarquía!”. Algo parecido ocurrió cuando se inició la Transición Democrática y se celebraron por primera vez elecciones democráticas, pues entonces había quien afirmaba, desde ese grupo que se identificó con el desencanto, que “contra Franco vivíamos mejor”. Por cierto, hace solo unos días se ha cumplido el 34º aniversario desde que el 15 de junio de 1977 se celebraran las primeras elecciones, pero ha pasado sin pena ni gloria, quizás por ese descrédito en el que algunos quieren situar a los políticos, cuando en realidad lo que consiguen es desacreditar la política.

¿Cuál es la diferencia? Pues que la crítica a los políticos es siempre algo fácil, como cuando pretendemos descalificar a cualquier otro colectivo mediante generalizaciones casi siempre injustas. Ninguna otra actividad en nuestra sociedad está abierta a cualquier ciudadano como la de participar en la política, pero a pesar de que la mayoría piensa que ese mundo está lleno de prebendas y de privilegios, son pocos los que están dispuestos: 1º. A pertenecer a un partido político, con lo que ello conlleva de obligación y responsabilidad con respecto a lo que en el seno del mismo decida la mayoría, y 2º. A formar parte de unas listas electorales que nos obliguen a dedicar una parte de nuestro tiempo a la vida colectiva (pensemos en las dificultades que a veces tienen los partidos para configurar las listas electorales en las municipales). El ejercicio de desacreditar a los políticos, tiene un riesgo grave en la coyuntura actual y es que resulta fácil desviar esa crítica hacia la propia política y no debemos olvidar que hoy, con gran esfuerzo desde aquellas elecciones aparentemente lejanas de 1977, nuestro país posee un sistema democrático estable y que en esas aguas revueltas se cae con facilidad en la puesta en cuestión de la propia democracia.

El mundo de la ciencia nos enseña que una vez que se ha formulado una teoría científica, lo que debemos hacer es construir a partir de ella. Si aplicamos eso al ámbito de los sistemas políticos, convendría recordar que los sistemas representativos no son de antesdeayer, sino que han tenido un proceso en el cual, entre otras cosas, se vio la imposibilidad de mantener un sistema asambleario en sociedades como las de los Estados contemporáneos. Las reivindicaciones de los denominados indignados quedan muy bien sobre el papel, pero el problema está en articularlas dentro de los mecanismos de funcionamiento de lo que ha de ser un Estado democrático. Cuando hablan con distancia de la política, entiendo que cometen un error, puesto que ellos también están ejerciendo una forma de actuación política y, por muy asamblearia que sea, eso no significa que tengan razón.

Los comportamientos “apolíticos”, o que quieren transformar de manera radical el sistema, casi siempre han favorecido a la derecha. Recuerdo en este sentido que la lucha por la participación política fue el eje de actuación de republicanos y socialistas a comienzos del pasado siglo, cuando a los sectores oligárquicos y burgueses lo que les interesaba era el distanciamiento del pueblo de la política. Un republicano cordobés de aquellos años les decía a los anarquistas: “Me asombro yo cuando os oigo decir que si todos los obreros absolutamente todos se abstuvieron de votar se caería por sí mismo el actual régimen”. Les preguntaba si no estaban convencidos de que hacían mal con no utilizar el sufragio, y como un obrero le contestó que todos los que estaban en política eran granujas, le respondió: “Tú mismo te avergüenzas del ultraje que haces a los hombres honrados (pocos o muchos que hayan figurado en política) y sobre todo a tu misma clase. Pero a ti te se debe perdonar ese ultraje porque lo infieres sin darte cuenta de ello, porque has aprendido esas palabras como las aprendería una cotorra, un loro o una urraca. Estos animalitos pronuncian las palabras a fuerza de oírlas y repetírselas, pero no las comprenden y esto es necesario que concluya porque a todos nos conviene saber lo que decimos y hacemos”.

Podemos estar indignados con muchas cosas, pero convendría aprender la lección de la historia, consistente en la necesidad de reforzar los mecanismos de participación política (incluso con una reforma de la ley electoral), y no dejarnos llevar por lugares comunes con respecto a los políticos y la política, porque no está mal esa idea de saber tanto lo que decimos como lo que hacemos, pues eso implica a su vez otra que aparecía poco en el vocabulario del desencanto y tampoco lo veo en el de la indignación: responsabilidad.

* José Luis Casas Sánchez es Profesor de Historia