Publica estos días en España, la Editorial Ático de Libros, “Cuatro príncipes” del historiador John Julius Norwich (en realidad su apellido es Cooper, lo de Norwich proviene de su título nobiliario: Segundo Vizconde de Norwich). Los cuatro príncipes que dan título al libro fueron: Enrique VIII de Inglaterra, Francisco I de Francia, el emperador Carlos V y Solimán el Magnífico. Un hecho extraordinario me parece, que coexistieran en la historia, cuatro titanes de su envergadura. Una de las virtudes, pero no la única, del relato, es presentar las historias de los cuatro protagonistas, no como compartimientos separados, sino entrelazados en el mismo hilo narrativo. “Es era la idea”, explica el autor. “Estaban constantemente enredados, todos interactuaron, salvo Enrique con Solimán. Es una manera de mostrar, que también los hechos están entrelazados”.

La ostentación y el esplendor de Enrique y Francisco – nos explica Norwich – contrastaban con la austeridad del más poderoso de los cuatro, el emperador Carlos. Y ello me ha llevado a recordar una visita que hice, y la reflexión o interrogación que me produjo. Un fin de semana – en los años sesenta, mientras estudiaba Económicas en la Complutense -  me acerque  a visitar el Monasterio de Yuste (Cáceres), lugar en el que vivió el emperador Carlos los dos últimos años de su vida. Los frailes jerónimos, que entonces lo habitaban, me enseñaron la mayor parte del mismo. Todo el entorno respiraba una profunda austeridad. ¿Cómo un hombre educado en Flandes, en la Corte de Borgoña, había decidido, en el esplendor de su poderío, retirarse a un lugar tan sobrio, tan severo? Cuando Carlos V llegó a España por primera vez con 17 años, llegaba con las costumbres y los gustos de un gran señor borgoñón. Era muy aficionado al lujo – nos relata Joseph Perez en su gran obra “Carlos V” – los atavíos, los banquetes refinados e interminables, la caza, las fiestas, los torneos y las justas, o sea, la vida brillante que había llevado en la corte de Bruselas, en ese mundo feudal, aristocrático y caballeresco cuyos gustos e ideales compartía: cultura francesa (sólo chapurreaba algunas palabras del castellano) y culto al honor, como lo definía la Orden del Toisón de Oro, cuyo collar ostentaba casi siempre en el pecho. Y cuando murió a los 58 años, se había convertido en uno de los monarcas más austeros de la historia, y un defensor acérrimo del castellano, el cual hablaba con la misma perfección que el francés, flamenco, italiano, holandés y latín. Los historiadores han recogido una anécdota, sucedida en una de sus visitas al Papa: “Estaban presentes dos embajadores franceses y reconvinieron a su Cesárea Majestad por expresarse en español y no en otro idioma más inteligible. El Emperador dio la espalda a uno de los embajadores, el del Rey galo, y se dirigió al otro, el embajador francés ante su santidad: Señor obispo, entiéndame si quiere; y no espere de mí otras palabras que de mi lengua española, la cual es tan noble que merece ser sabida y entendida de toda la gente cristiana».

Norwich en su obra “Cuatro príncipes”, contrapone las aficiones mujeriegas de Enrique VIII y Francisco I a la contención de Carlos en este terreno (Solimán jugaba en otra liga) y la atribuye a su famosa austeridad en todos los ámbitos. No soy yo quien para enmendar la plana a Norwich. Pero me atrevería a decir que la contención del emperador en este terreno, es mérito de su mujer Isabel de Portugal, de la inteligencia, la cultura y el carácter de la misma, y el gran amor que siempre les unió.

Isabel era nieta de los Reyes Católicos, por tanto prima hermana de Carlos V. A lo largo de su vida, muchos la compararían con su abuela Isabel la Católica, por su carácter y su determinación en la política. Isabel fue sin duda el alma española de Carlos V, que debido a sus viajes por Europa pasaba poco tiempo en España. De sus trece años de matrimonio, Carlos estuvo la mayor parte del tiempo fuera de España, alejado de sus problemas y devenires políticos. Fue gracias a las gobernaciones ejercidas por la reina Isabel (1529-1532, 1535-1536 y 1538-1539) que España pudo mantenerse independiente de las políticas imperiales. Son muchos los historiadores que afirman que la gobernanza de Isabel, fue sin duda crucial para la España del siglo XVI.

A pesar de que el matrimonio se realizó por motivos políticos, se dice que fue una pareja feliz. Otros hablan de un auténtico flechazo, que se produjo dos horas antes de su matrimonio, cuando Isabel y Carlos se conocieron. El Rey le fue fiel (tuvo otros hijos, pero en su soltería y viudez, entre ellos el famoso Jeromín, D. Juan de Austria) y tras la muerte de Isabel, Carlos I no volvió a contraer matrimonio. Isabel era considerada una de las mujeres más bellas de su época, y como tal fue retratada por artistas como Tiziano. El matrimonio tuvo cinco hijos, siendo el mayor el futuro Felipe II de España, el único varón en sobrevivir a la niñez. Isabel de Portugal también sufrió dos abortos y no sobrevivió al segundo, ya que murió dando a luz un prematuro séptimo hijo, en uno de los aposentos del toledano palacio de Fuensalida, lugar que hoy alberga la Presidencia del Gobierno de Castilla-La Mancha.

Pablo Guimón en Babelia. El País 10.02.2018, pone en boca de Norwich las siguientes palabras: “Me gusta la historia porque es entretenida. Yo sé que nunca podría escribir una novela o una obra de teatro, porque no tengo imaginación creativa. Todo lo que puedo hacer es contar, y eso es lo que hago. No escribo para académicos. No soy académico. Nunca en mi vida he descubierto un solo hecho histórico nuevo. Y no sabría que hacer con uno si lo encontrara. No quiero empujar las fronteras del conocimiento. Lo que quiero es contar una buena historia, de manera precisa y entretenida. Y, afortunadamente, la historia está llena de ellas”.

Pues eso. Exactamente lo mismo que yo.