A lo largo de las ya cerca de cuatro décadas de nuestra democracia actual hemos vivido con un sistema bipartidista casi perfecto, apenas corregido, en el conjunto de España, por el mayor o menor peso de algunas minorías parlamentarias, fundamentalmente CiU y PNV pero también otros grupos, casi todos ellos de izquierdas, sobre todo PCE-PSUC, luego IU-ICV. Diferente ha sido el mapa político autonómico, y no tan solo por el peso que han tenido CiU y ERC en Cataluña, y el PNV e HB-Bildu en el País Vasco, sino también el BNG en Galicia y otras formaciones menores, desde UPN en Navarra, CHA y PAR en Aragón, Foro Asturias…

Una constante que ha permanecido inmutable durante estas ya cerca de cuatro décadas ha sido la de la desaparición de las formaciones políticas basadas en el exclusivo liderazgo político unipersonal. El caso más paradigmático al respecto es el de la UCD que, sin su líder y fundador, Adolfo Suárez, pasó a ser una fuerza extraparlamentaria y desapareció. Otro caso notable fue el del PSA, luego PA que, sin su líder fundacional, Alejandro Rojas Marcos, casi ha dejado de existir. Mucho más reciente es el caso de CiU, ahora CDC o DiL que, desde la retirada de su fundador y líder indiscutible durante tantos años, Jordi Pujol, está atravesando ahora una travesía del desierto –aunque sea desde el poder compartido en la Generalitat- y corre el riesgo de pasar también a la historia.

Uno de los muchos problemas que vive ahora Podemos, lógico en una formación que cuenta solo con poco más de dos años de existencia y que ha experimentado un crecimiento tan rápido como importante, es también el de su liderazgo. Nacido del 15-M, partiendo de asambleas, círculos y todo tipo de bases sin otro nexo común que la oposición al statu quo económico, político y social, Podemos ha convertido el liderazgo de Pablo Iglesias en una suerte de caudillaje peligroso. Ha quedado demostrado con la fulminante destitución de Sergio Pascual como secretario de Organización del partido, en una muestra de la grave crisis que enfrenta al propio Iglesias con su hasta ahora número dos, Íñigo Errejón.

A este problema de excesivo liderazgo, de auténtico caudillaje, hay que añadirle las cada vez más evidentes divergencias existentes entre la estructura orgánica central de Podemos y casi todas las llamadas confluencias, como la valenciana Compromís, la catalana En Comú, las Mareas gallegas y, a lo que parece, también en Andalucía.

Ante este panorama, nada más lógico que los consejos que otro de los fundadores de Podemos, Juan Carlos Monedero, parece haberle dado a su amigo y discípulo Pablo Iglesias: no forzar en ningún caso unas nuevas elecciones porque Podemos podría obtener en ellas unos resultados peores que los del 20-D; no integrarse en un Gobierno de coalición con el PSOE, y mucho menos con Iglesias como miembro del mismo, sino a lo sumo con diputados independientes de Podemos en un par de carteras ministeriales, y fijar la dedicación principal del propio Iglesias en el liderazgo orgánico de Podemos.

Si hay algo que no se compadece en absoluto con la nueva política es el liderazgo excesivo, esto es el caudillaje. Entre otras cosas, porque los caudillajes presentan siempre déficits democráticos graves. Pero también porque todos los caudillajes caducan con gran facilidad, con mucha rapidez. Y más aún en estos tiempos de tanta liquidez.