Este miércoles ha fallecido el escritor y corresponsal de guerra Ramón Lobo a los 68 años de edad, tal y como ha adelantado El País. El periodista sufría de un cáncer de pulmón, diagnosticado hace un año atrás.

Durante su etapa como periodista de guerra, llegó a cubrir los conflictos armados de los países de Los Balcanes como Kosovo o Bosnia-Herzegovina, y también se desplazó hasta Irak, Afganistá, Líbano, Congo o Ruanda, entre otros muchos más. 

El escritor también es autor de cuatro títulos: El héroe inexistente (Aguilar, 1999), Isla África (Seix Barral, 2001), Cuadernos de Kabul (RBA, 2010) y El autoestopista de Grozni y otras historias de fútbol (Libros del KO, 2012).

'Un lobo con corazón de niño', in memoriam de un grande

No por no preverlo, duele menos; no por saber que el final de la vida de un periodista de los pies a la cabeza, como era Ramón Lobo, estaba cercano, te agita el alma y la mente.

Posiblemente, no pueda ser objetivo a la hora de hablar hoy de Ramón. Era tan de dejarse querer que te atrapaba desde el primer día. Posiblemente, repito, no sea objetivo, pero sí certeramente sincero porque tuve la suerte, la inmensa suerte, de conocerlo y tratarlo en profundidad. Fueron varias citas en congresos de periodismo. Yo coordinaba cursos y seminarios de periodismo. Invité a Ramón a participar en un primer Seminario de Reporteros de Guerra… y vino al primero, al segundo, al tercero. A partir de ahí trabamos amistad, y volvió a más encuentros de periodistas y de amigos y a un curso de verano. Creo recordar que en total fueron cuatro las dichosas veces que tuve el honor de estar con él, oírle, reírnos, tomarnos unas copas con su tribu y ponernos serios cuando del drama de la guerra o las catástrofes nos hablaba.

Con Gervasio Sánchez, su amigo (en realidad Ramón era amigo de todos, pues todos lo querían), hablábamos en las noches junto al Mediterráneo de 300 niños soldados presentes y víctimas en las zonas de conflictos. Olga Rodríguez y Pascalle Bourgeaux, nos detallaban los dramáticos momentos en el Hotel Palestina de Bagdad cuando, a causa del ataque de un tanque del ejército estadounidense, mataron a dos periodistas, el español José Couso y el ucraniano Taras Protsyuk… por cierto, crímenes, aún, todavía no resueltos ¡manda güevos de justicia!

Por esas tertulias, que jamás olvidaré, pasaron además el fallecido Fernando Múgica, Mónica García Prieto, Javier Bauluz, Pedro Lázaro, Fran Sevilla, Mercedes Gallego, Bru Rovira y tantos otros. Lo mejor de la profesión del periodismo más arriesgado, más osado y más valiente.

Siempre he mantenido que los reporteros de guerra, los periodistas de conflictos y catástrofes, tienen un grado de humanidad superior a la media, mucho más alto que el de todos nosotros. Convivir con las balas y los asesinatos de las guerras, sufrir con los muertos de las hambrunas o los terremotos; ver niños caer desfallecidos, verlos morir u obligados a ser soldados; oír los desgarradores llantos de una madre, moverse entre poblados devastados y fosas de cadáveres… todo eso, lejos de instalar un caparazón de inmunidad al dolor, genera el efecto contrario: una mayor sensibilidad, más humanidad y más conciencia crítica en los fedatarios de la verdad. También más independencia. Al menos, esa mi experiencia con los anteriormente mencionados.

Si esa tribu era y es de buena gente, de “gente de bien”, Ramón Lobo era eso pero elevado a la enésima potencia. Poseía ese don de la simpatía y el trato agradable trufado con dosis de inteligente ironía. Había estado en todas las guerras y en todos los conflictos. Podía presumir de sus viajes y de su gran trabajo. Escribía, además, para El País. Pero era todo lo contrario, era la sencillez y carácter afable hecho persona. Bromista y gracioso, tornaba a tremendamente serio, duro y crítico cuando, de hablar de las historias dramáticas vistas, tocaba abordar. Además, no dejaba títere con cabeza a la hora de buscar responsables entre los poderosos y gobiernos.

Externamente parecía serio, lejano… falsa realidad solo aparente. En todo caso. podría ser timidez, pues, a los cinco minutos de hablar con él, descubrías una enorme persona, un “niño con apellido Lobo”.

Con Ramón hablé de lo por él vivido -porque lo vivía, sufriendo sí, pero vivía su trabajo- de Kosovo y Bosnia, de Chechenia y Haití, de Ruanda y Nigeria, Guinea Ecuatorial, de Sierra Leona y de Zimbabue… Lo hacía con humildad y naturalidad pero, admirando sus experiencias y bagaje, esa sencillez de antidivo, eso lo hacía más grande. Cualquiera con un 5 % de su trabajo, estaría henchido de fama propia y encantado de haberse conocido. Ramón no, era su trabajo, su vocación y su vida.

Reconozco que aunque lo he seguido desde ese dichoso 2004 en el que le conocí, ahora lo he hecho, con dolor y mucha más admiración si cabe, varias veces al día. Tal vez esperaba un milagro de la ciencia que no ha llegado. Aquel fatídico 8 de octubre, en el que oyendo en mi radio la entrevista que le hicieron en A vivir que son dos días en la SER, en las que, con una increíble tranquilidad y calma, revelaba que tenía dos cánceres y prácticamente anunciaba su fallecimiento en unos meses, aquel día, algo se me partió en el alma, mucho más que en otras ocasiones en las que te llega que un amigo está bebiéndose el último trago de esa botella llamada vida.

Ramón Lobo, gran persona, enorme periodista, filósofo de la vida y ejemplo a seguir por los reporteros. Ramón, amigo, un abrazo fuerte. Hasta que un día, si es que existe ese espacio, nos veamos en la parcela celestial de los buenos en la que tu andarás reportando. Déjame pasar, quiero volver a hablar contigo y a abrazarte.