Poder y liderazgo es un binomio siempre complicado, sobre todo si quien lo desarrolla es una mujer. El discurso en torno al poder es construido por hombres y (lo más importante) para hombres; en el imaginario colectivo el ejercicio del poder debe destilar coerción y el liderazgo debe ser eminentemente agresivo: un buen líder, en esta sociedad androcéntrica, es aquel que apuntala las identidades que refuerzan a la norma con la que se dicta el discurso en torno al liderazgo.

Me preocupa que se señale como peligrosas o agotadas a aquellas personas que ejercen el liderazgo cuando no refuerzan la norma patriarcal que existe sobre el poder. En España somos expertos en pontificar sobre feminismo para luego cortarle el paso a las mujeres que intentan liderar organizaciones e instituciones, en una suerte de persecución obsesiva al ejercicio fáctico del poder feminista. Cuando una mujer consigue liderar es porque ha saltado el doble de obstáculos que un hombre y las críticas e intentos de deslegitimar su estilo de liderazgo son siempre más feroces y agresivas.

En España hemos visto a mujeres intentar liderar sus organizaciones políticas y también hemos visto a esas organizaciones políticas recordarles con los hechos que ninguna mujer puede todavía liderarlas. Feminismo para las mujeres pero no siempre para las mujeres, parece ser. A veces me pregunto si dejaremos de señalar como el enemigo a las mujeres líderes, a las que intentan revalidar su liderazgo. Nadie dijo nunca nada de por qué Rajoy en su momento y Sánchez más adelante seguían intentando presidir España, a pesar de que perdieron dos elecciones (o incluso más). Nadie dijo lo mismo de algunos líderes autonómicos que tuvieron el poder, lo perdieron, y lo recuperaron. Nadie los cuestionó porque en el imaginario colectivo está muy naturalizado que el líder hombre debe pelear, nunca se cansa, y tiene altos valores que lo hacen no desistir. Pero esto se convierte en un problema cuando es la mujer la que toma el mando y lidera.

Lo podemos ver en estos días con la líder del PSOE andaluz, Susana Díaz. Una vez más asistimos a los intentos de cuestionar el liderazgo de una mujer en base a argumentos que, a la luz de los hechos, nunca se han esgrimido contra un hombre. Tenemos tan interiorizado que la épica es solo para el macho alfa, que a la retórica de la victoria solo están llamados los hombres que refuerzan la norma androcéntrica, que ya nos da igual si esto va de feminismo o no, que ya no nos importa cuestionar los roles que existen sobre el ejercicio del poder en función del género. Hemos integrado perfectamente en el discurso de la conveniencia social que la épica de batalla y victoria es solo para hombres.

La lupa con la que se mira a Susana Díaz está decididamente opacada, y lo que es peor, está dirigida a reforzar discursos sobre el liderazgo que en nada benefician la lucha por la igualdad. ¿Todo ataque a una lideresa es un ataque con tintes machistas? Por supuesto que no; lo preocupante, en este caso, es ver cómo se refuerzan una y otra vez la retórica del poder patriarcal y la épica en torno a cómo solamente una persona distinta a Susana podría recuperar el poder: nunca queda nada de moral de victoria para las mujeres, visto lo visto. Para una mujer, a diferencia de para cualquier hombre, nunca es suficiente con la voluntad y el arrojo, sino que tiene que estar peleando, además, contra un sistema que le niega épica y retórica, que le recuerda que su lugar natural no es el de la reconquista sino el de la retirada.

Mariano Beltrán
Investigador predoctoral en Psicología y Activista por los Derechos Humanos. Diplomado en Perspectiva de Género y Bioética Aplicada por la Universidad de Champagnat, Mendoza, Argentina. Dos veces portavoz de Derechos para el Organismo Internacional de Juventud para Iberoamérica. Premio Cristina Esparza Martín 2020 como Activista del año. Actualmente, observador internacional coordinado por el centro de Derechos Humanos Zeferino Ladrillero de México para revisar la implementación de la Ley de Amnistía del estado de México.