España arde. Desde Galicia hasta Cádiz, una cadena de incendios forestales ha transformado el mapa en una sucesión de focos rojos, columnas de humo y evacuaciones masivas. La cifra de hectáreas calcinadas ya supera con creces la del año pasado, y la combinación de olas de calor, sequías prolongadas y abandono forestal ha convertido este verano en uno de los más negros que se recuerdan.
En Castilla y León, el incendio de Molezuelas de la Carballeda, en Zamora, ha devorado decenas de miles de hectáreas y obligado a desalojar a miles de vecinos. Galicia, especialmente Ourense, sufre uno de sus peores episodios recientes, con más de 14.000 hectáreas arrasadas. En Extremadura, Madrid o Cádiz, las llamas han alcanzado áreas de interfaz urbano-forestal, poniendo en riesgo viviendas, explotaciones agrícolas e incluso infraestructuras críticas.
El impacto humano es ya incontestable: muertos, heridos graves y comunidades enteras desplazadas. Los testimonios de quienes han visto arder sus casas o cultivos se suman al agotamiento de brigadistas y bomberos forestales, que encadenan jornadas maratonianas. La Unidad Militar de Emergencias y cientos de voluntarios se han desplegado en distintos puntos del país, a menudo trabajando en condiciones extremas.
A las condiciones meteorológicas adversas —temperaturas por encima de 40 °C, vientos intensos y humedad por debajo del 30 %— se suma un problema estructural que expertos y ecologistas llevan años advirtiendo: la falta de prevención. La despoblación rural, el abandono de cultivos y pastos y la ausencia de una gestión forestal constante han convertido muchas zonas en auténticos polvorines. “Por cada euro que inviertes en prevención, reduces cien en la factura de la extinción”, recuerdan ingenieros forestales y técnicos.
El debate político tampoco se ha hecho esperar. Desde el Gobierno central se reclama profesionalizar al 100 % los equipos de extinción, mientras en varias comunidades se acumulan críticas por la escasez de medios preventivos y la externalización de servicios esenciales. Algunas denuncias apuntan a que los operativos están fragmentados entre decenas de empresas privadas, dificultando la coordinación y dejando a los equipos en una situación laboral precaria.
Entre la población crece la sensación de que la lucha contra los incendios no puede seguir siendo una carrera de última hora contra el fuego, sino un trabajo sostenido durante todo el año. Ganadería extensiva para limpiar el monte, recuperación de cortafuegos, incentivos para repoblar áreas rurales o la implantación de jardines resistentes al fuego en zonas urbanas cercanas al monte —la llamada pirojardinería— son medidas que ganan terreno en el debate público.
En este contexto, la pregunta es inevitable: ¿qué es lo que la ciudadanía percibe como la principal causa de la crisis incendiaria que vive España este verano? ¿Se trata, sobre todo, de los efectos del cambio climático? ¿Predominan las negligencias humanas? ¿Hay detrás intencionalidad y provocación? ¿O es el abandono de los bosques el verdadero origen del problema?
