El pasado 21 de julio fue una fecha histórica para el cine. Se estrenaron a la vez dos películas que, por la expectación que habían generado y por sus respectivos elencos de actores, estaban destinadas a ser recordadas por mucho tiempo: 'Barbie' y 'Oppenheimer'. La primera, una comedia con tintes de humor negro que reivindica y critica a partes iguales el universo de la muñeca más famosa de todos los tiempos. La segunda, un thriller biográfico en el que se narra el nacimiento de la bomba nuclear y las peripecias de su creador. Tramas que, sobre el papel, son diametralmente opuestas y pueden parecer no tener nada en común. Pero no nos engañemos: sí que lo tienen, y mucho. En las siguientes líneas, intentaré arrojar algo de luz sobre los nexos que unen a Julius Robert Oppenheimer y a Barbara Milicent Roberts.

Para empezar, ambas películas quedaron hermanadas para siempre por el fenómeno Barbenheimer, sustentado en cientos de miles de usuarios de Internet que manifestaron sus fuertes ganas de ver los dos largometrajes, hicieron montajes con los protagonistas y se organizaron para verlas en sesión doble, algo que fue incentivado, incluso, por los propios actores, que estaban al tanto del movimiento.

A su vez, estamos ante dos cintas que, cinematográficamente hablando, contienen características únicas. En el caso del drama de Nolan, nos aguardan tres horas de primerísimos planos sin efectos especiales, de saltos temporales y de escenas dentro de otras escenas. Un filme tenso, lento, en el que Cillian Murphy nos abre la puerta a la mente de uno de los más famosos físicos teóricos de la historia. Por contra, la comedia de Greta Gerwig presenta una estética rompedora en la que el plástico y la carne ven eliminadas sus fronteras, donde Margot Robbie bebe de vasos vacíos, se ducha sin agua, levita o se queda recta como un palo, como si de una Barbie real se tratase. Leí una afirmación en Twitter, esa red social sin la que no pueden entenderse las vidas de mi generación, que decía algo así como: "Barbie no se parece en nada a nada que se haya hecho anteriormente". Otra persona aseguraba: "Gerwig intenta 1000 cosas y le salen bien 990". Y no puedo estar más de acuerdo con ambas. 

Entrados ya en materia con un breve abrir de boca sobre ambas obras, pasemos dar respuesta a la pregunta que vertebra este artículo:

¿Qué tienen en común una bomba nuclear y una muñeca de plástico?

Responderemos a esta cuestión desde tres aproximaciones: histórica, política y social, entremezclándolas entre sí.

Julius Robert Oppenheimer pasó a la historia como uno de los "padres de la bomba atómica". El físico teórico aplicó sus conocimientos sobre la fisión nuclear y las reacciones nucleares en cadena para desarrollar, en el marco del Proyecto Manhattan y con la ayuda de otros cientos de científicos, el artefacto de destrucción masiva, en lo que fue una suerte de carrera contra la Alemania nazi, que contaba en su poder con otras eminencias como Werner Heisenberg u Otto Hahn y de la que los estadounidenses sospechaban que también podían estar desarrollando armamento de esta clase.

Tras el suicidio de Hitler y la consiguiente rendición de Alemania, el principal enemigo del bando aliado ya era cosa del pasado, pero los japoneses seguían luchando. La historia ha reprochado innúmeras veces a Harry Truman que dejase caer el Little Boy y el Fat Man sobre Hiroshima y Nagasaki, teniendo en cuenta el inigualable poder destructivo de estos proyectiles y que Japón ya estaba muy debilitada, siendo inminente su rendición al haber quedado eliminada la principal potencia del Eje. Hasta la fecha, estos ataques siguen siendo los dos únicos golpes nucleares de la historia de la humanidad.

Oppenheimer, triste y arrepentido por el enorme daño que había causado su propia creación, recitó en una entrevista un pasaje del Bhagavad-gītā, un texto sagrado hindú: "Ahora me he convertido en la muerte, el destructor de mundos". Lo cierto es que llevaba razón: las bombas nucleares fueron la causa prima del comienzo de un nuevo paradigma mundial. En concreto, del desarrollo de la Guerra Fría tras el fin de la Segunda Guerra Mundial, con su respectiva ruptura del tablero geopolítico en dos macrobloques políticos e ideológicos. "Tras la muerte de Hitler, la amenaza para nuestra supervivencia ya no es el fascismo, sino los soviéticos y el comunismo. Tenemos que anticiparnos a ellos en el desarrollo de las armas nucleares", pronuncia un científico en la película, en una frase que resume a la perfección el conflicto frío. En los momentos finales de la cinta, Oppenheimer y Einstein reflexionan juntos: "Me arrepentí de lo que hicimos en el momento en el que me di cuenta de que usaríamos cualquier arma que tuviéramos. ¿Te acuerdas de aquello que teorizamos, de una posible reacción en cadena que jamás se detuviera? Pues creo que ya la hemos creado".

El científico se da cuenta de un hecho que le quita el sueño el resto de sus días: hizo lo que tenía que hacer ante la amenaza de los nazis, y no le quedaba otro remedio que hacerlo porque seguía órdenes, pero le dio a la humanidad el poder de autodestruirse. En cualquier caso, el problema no lo plantea tanto la existencia y el desarrollo de este tipo de armamento, sino las manos que tienen acceso al mismo y que deciden usarlo, con sus horribles consecuencias. Abreviando: el invento de Oppenheimer y compañía, con el que Truman hizo de Japón su patio de juegos particular, supuso la antesala de la Guerra Fría, que a su vez fue la antesala del triunfo del bloque capitalista y su posterior dominio en el proceso de la globalización, a través de los paraguas de la OTAN, de la economía de mercado y de la industria cultural. Así, la invención de la bomba nuclear fue el trigger de la mentada reacción en cadena irreversible, y nos llevó, entre otros factores, al contexto geopolítico que impera en la actualidad. Volviendo a Twitter, un usuario se cuestionaba: "¿'Oppenheimer' no tiene escena post-créditos?", y otro le respondía: "Estamos viviendo en ella". Txapeau.

En 'Barbie' no hay ninguna explosión atómica, ni ningún físico nuclear traumatizado por su creación. Sin embargo, me encantaría preguntarle a Ruth Handler, responsable principal del nacimiento de la muñeca de plástico más famosa de todos los tiempos, cómo se sentiría al conocer las consecuencias que tuvo su producto. 

Por aquel entonces, las muñecas consistían en representaciones de bebés o de niños pequeños, con el objetivo de que el target de dicho producto, las niñas (cabe tener en cuenta el contexto social de la época), jugaran a cuidarlos como si fueran sus madres. Mattel buscó dar un puñetazo en la mesa con Barbie, y la muñeca supuso un cambio de paradigma al ser la primera que representaba una mujer adulta, lo cual traía consigo una consecuencia inmediata: la admiración y el deseo de imitación por parte de las menores. 

De esto se deriva un efecto secundario: la admiración y la imitación implican tener que cumplir una serie de parámetros para parecerte a lo que quieres imitar. Y los parámetros de Barbie estuvieron claros desde el primer momento: belleza, delgadez, protagonismo y liderazgo. Si un producto que promueve estos valores es admirado y comprado por millones de familias, se convierte en un fenómeno de masas, y sus valores, en hegemónicos. Y si valores como la belleza y la delgadez se convierten en los predominantes, se establece un canon de belleza y unos estándares en torno a ellos, que son, de todo punto, inalcanzables e irreplicables para la gran mayoría de la población. Por ende, no encajar en estos términos supone quedarse fuera de lo socialmente aceptable. ¿Las consecuencias? Inseguridades sobre los cuerpos propios y ajenos, traumas, esfuerzos por adaptarse a unos moldes que no son para todo el mundo, y el fomento de una competitividad sin límites por ver quién es más válida.

Con estas líneas no estoy queriendo decir que Barbie haya sido la única responsable de todas estas consecuencias, pero sí me parece prudente achacarle una parte de esa culpa. Lo que nació como un producto en primera instancia novedoso y que buscaba darle a las niñas una oportunidad de verse reflejadas en alguien que quisieran ser, incluso en términos empoderantes, terminó por colocar la pesada losa del patriarcado y su mirada sobre los cuerpos de las mujeres y de las niñas. Bienintencionada la idea, desafortunadas sus consecuencias. ¿No fue justo eso lo que le pasó a Oppenheimer?

A su vez, tanto el desarrollo de la bomba nuclear como el surgimiento de Barbie se producen porque existe un caldo de cultivo propicio para ello: en el primer escenario, las últimas décadas habían sido testigos de avances científicos y teóricos sin precedentes, y la amenaza de un enemigo en guerra motivó la aplicación de esos conocimientos en la fabricación de un artefacto sin igual, cuyas consecuencias dieron lugar al mundo como lo conocemos. En el segundo caso, una empresa que ya dominaba el mercado juguetero de unos Estados Unidos ya inmersos en la Guerra Fría lanzó un nuevo producto con el que se coló en buena parte de los hogares del mundo, sin probablemente ser conscientes de lo que ello iba a suponer.

En definitiva, el hilo conductor entre la fisión nuclear y las muñecas de plástico con forma de mujer adulta no es otro que lo inesperado de las consecuencias que tuvieron ambos fenómenos. Podrían definirse en una sola palabra: sufrimiento. Para los japoneses, que vieron cómo cientos de miles de personas inocentes fallecían con la excusa de que dichos ataques acabarían con la guerra. Para las mujeres, que han sufrido que sus cuerpos se conviertan en objeto de consumo y de debate, y se han visto forzadas a encajar en moldes en los que no necesariamente tienen que poder, o querer, encajar. Y para la clase trabajadora internacional, que está viendo, aún hoy, cómo la caída del único contrapeso a la hegemonía del neoliberalismo ha supuesto un deterioro en sus condiciones materiales y aspiraciones vitales.

'Oppenheimer' y 'Barbie' son, en buena medida, portales a este nuevo mundo. Son el pincel, y una de las múltiples pinceladas, del orden occidental actual y de cómo hemos llegado hasta el mismo. Un cable invisible une a aquellos físicos nucleares que se deslomaron en Los Álamos y a los cofundadores de Mattel, y no es otro que el haber sido testigos de cómo sus creaciones se les iban de las manos ante su impotente mirada

¿Quién hubiera dicho que el Proyecto Manhattan y Ruth Handler pudieran tener tantísimo que ver?