A lo largo de la historia, salvo algunas excepciones, la educación ha consistido en la transmisión de valores morales, donde la verdad científica ha estado siempre supeditada a la formación ética o religiosa de los jóvenes. La Ilíada, la Eneída o la Biblia, entre otros libros, constituyeron durante siglos el horizonte educativo de maestros y alumnos.

Los avances en ciencia y tecnología y las teorías positivistas del siglo XIX revirtieron esta dinámica en Europa: los jóvenes debían formarse en la verdad científica, es decir, en hechos reales, ciertos y verificables. Desde entonces y hasta hoy, los programas de estudio han priorizado el vector cognitivo en la educación. Esto ha supuesto un gran avance, pero quizá nos hayamos pasado de rosca.

En la educación española se ha perpetuado una tendencia al acopio acrítico de datos objetivos. Los estudiantes aprendemos fechas, accidentes geográficos, fórmulas, figuras retóricas, phrasal verbs y teorías económicas, pero apenas queda espacio para nada que no sea la memorización rudimentaria de datos y procesos. Pese al descomunal volumen de información que retenemos, carecemos de las herramientas necesarias para gestionarla adecuadamente.

El modelo de aprendizaje que tenemos en España, basado en competencias meramente cognitivas, limita el desarrollo de la reflexión y el pensamiento crítico. Los programas educativos actuales no fomentan el razonamiento ni el uso de la lógica. Por tanto, conservamos una gran cantidad de información, pero nos cuesta argumentar, tener ideas propias y relacionar conceptos.  

Hoy en día, casi todo el conocimiento que adquirimos los alumnos españoles mediante este procedimiento exclusiamente memorístico puede encontrarse en internet. Un diletante puede ser experto en cualquier área de conocimiento, y con curiosidad y paciencia procurarse las mismas competencias que un licenciado universitario. Este es el modelo propuesto por la Universidad Nacional de Educación a Distancia, donde estoy matriculado, que sin clases (y casi sin apoyo bibliográfico ni docente) permite que sus estudiantes consigamos de manera casi autodidacta un título universitario.

Quizá sea la insistencia de nuestro sistema educativo en este positivismo acrítico lo que haya hecho que nuestras universidades no tengan el reconocimiento que tienen en otros países, apenas se nos cite en trabajos académicos y que el último premio Nobel que hizo carrera en España, premios de literatura aparte, fuera Ramón y Cajal, que murió hace casi un siglo.

Irrita pensar que nuestros títulos solo vayan a servir para acreditar conocimientos en una materia específica, sin aportar ningún valor diferencial. Si cualquier individuo, gracias a internet, puede saber tanto como yo en un ámbito específico sin necesidad de realizar un grado universitario o un ciclo superior, la realidad es que mi título no vale de mucho.

Esto tiene implicaciones especialmente graves en el mercado de trabajo. A medida que el conocimiento se hace más accesible gracias a internet y se desarrollan modelos de inteligencia artificial, como el ChatGPT, el vector cognitivo pierde importancia en favor de otras habilidades como la creatividad y la adaptabilidad. Si persisitimos en la educación sobre hechos, y no hacemos por que la enseñanza española fomente estas otras habilidades, ¿qué podrán hacer los titulados españoles que dentro de unos años no pueda hacer un ordenador?

La política educativa de nuestro país se enfrenta a varios retos. Para empezar, los estudiantes merecen un pacto político transversal y duradero que aporte estabilidad al sistema educativo. Por otro lado, psicólogos y pedagogos deben encontrar la fórmula apropiada para paliar el déficit de atención de los alumnos actuales y para mejorar su comprensión lectora y su redacción. Debemos garantizar que las oportunidades para los alumnos más pobres se mantengan intactas, y evitar que la brecha digital y territorial impida el acceso de los estudiantes más jóvenes a una educación de calidad.

Pero también necesitamos replantearnos el método positivista que todavía hoy, ciento cincuenta años después, domina la educación. Propongamos un sistema educativo que nos permita pensar los hechos, razonar y sacar conclusiones por nosotros mismos. Busquemos un modelo que nos ayude a conformar una fuerza laboral cualificada y preparada ante la amenaza de la inteligencia artificial. Urge abordar estas cuestiones.