Cada vez va a ser más difícil opinar sobre la situación del agua en España de una manera generalizada. Los años hidrológicos tienden a marcar cada vez mayores diferencias entre las comunidades del norte y el sur peninsular y la de ambos archipiélagos. Pero, aunque conviene reseñar que el sureste se mantiene en alerta por sequia y las cuencas del Júcar y el Segura siguen bajo mínimos (una situación que amenaza con hacerse crónica en la medida en que avance el cambio climático), lo cierto es que la reserva general de nuestros embalses y pantanos ha superado esta semana los 40.000 hectómetros cúbicos de agua: un 75% de su capacidad total, lo que nos sitúa cinco puntos por encima de la media de los últimos diez años.

Debemos ser optimistas, pero también responsables. Nuestra historia reciente nos obliga a serlo. La mayoría de los ciudadanos suele tener muy mala memoria meteorológica, pero los 12 millones que desde Andalucía a Baleares sufrieron restricciones durante la sequía de 1995 no olvidan el alto valor que tiene abrir el grifo y disponer de agua en cualquier momento del día. Por eso muchos de esos ciudadanos han cambiado sus hábitos de consumo practicando un uso mucho más responsable basado en el ahorro.

La solución al problema del agua en España ni debe ni puede pasar por aumentar la oferta, sino por gestionar de mejor manera la demanda. Con los embalses tal y como están actualmente a muchos les puede parecer que el fantasma de la sequía se ha alejado. Y más aún si tenemos en cuenta las más de 700 plantas desalinizadoras en marcha o en perfecta disposición de hacerlo (somos el quinto país del mundo en capacidad desalinizadora instalada). Pero no es así, ni muchísimo menos.

Los científicos que estudian la evolución del calentamiento global y elaboran modelos climáticos que nos permitan adaptarnos sitúan a la región mediterránea en la zona cero del cambio climático. Y una de las principales consecuencias a la que vamos a tener que enfrentarnos es la acentuación de la alta variabilidad de nuestro clima.

En los próximos años las temporadas de lluvias podrán ser cada vez más intensas, pero vendrán acompañadas de episodios torrenciales que elevarán las situaciones de riesgo. Y a éstas le sucederán largos y rigurosos períodos de sequía de consecuencias catastróficas para la agricultura y que dificultarán el acceso al agua potable por parte de la población. Ese escenario no es ficticio: está identificado y previsto en los informes del panel de expertos de Naciones Unidas (IPCC).

Haríamos bien en aceptarlo y empezar a adaptarnos repensando nuestra relación con el agua para basarla en un uso mucho más responsable y solidario. Hay que ahorrar agua, siempre y en todo momento, incluso en períodos favorables y con los embalses llenos. Se llama prevención y es la mejor estrategia a seguir ante la incertidumbre climática que nos acecha.