Me comentaba ella que los 400 euros que le “regaló” el Gobierno de Zapatero, en las vísperas de las últimas elecciones generales, se los han cobrado ya con creces de su nómina -es funcionaria- a través de la rebaja de sus remuneraciones desde hace prácticamente un año, a razón de varias decenas de euros cada mes. Me decía, también, que había conocido casos de compañeras y amigas que gozaban de una muy buena situación económica pero que, a pesar de ello, cuando dieron a luz cobraron los 2.500 euros a los que tenían derecho, cuando esos recursos podrían haber sido repartidos de forma menos indiscriminada, más selectiva; negándoselos a personas sin problemas económicos y otorgando mayores cantidades a las que realmente lo hubiesen necesitado.

Éstas, y otras razones de similar contundencia, le habían llevado al convencimiento de que en las próximas elecciones no votaría al partido actualmente en el poder porque, sencillamente, no se lo merecían, aunque tenía también muy claro que no votaría a la derecha. Estaba totalmente desencantada de las políticas desarrolladas por un partido de izquierdas que no había sabido responder a estas credenciales y que, seguramente, se abstendría.

Dándole la razón -porque la tenía- en todo lo que exponía, las mías -mis razones- basadas en la situación a la que nos podría abocar, en las críticas circunstancias actuales, un gobierno de la derecha representada por el Partido Popular -riesgo de desmantelamiento del Estado de bienestar, retroceso en los derechos sociales que este partido tiene recurridos en el Tribunal Constitucional, etc. etc.- no sirvieron prácticamente de nada. Su voluntad parecía inquebrantable. Y yo me quedé sin argumentos, porque realmente ya no los tenía o porque me sentí incapaz de encontrarlos.

Pareciera que en la izquierda y en la progresía, en general, ha anidado un espíritu que es una mezcla de “ángel exterminador” y de fatalismo y, aunque sea consciente de la que se avecina, desea fervientemente, por un lado, castigar a los “traidores” y, por el otro, considera forzoso e inevitable que de esta actitud puedan derivarse males mayores aunque vulneren sus propias y más sólidas convicciones.

De todas formas no me resigno y seguiré dando la matraca avisando del peligro. Hoy he leído una frase de Honoré de Balzac en el muro de Facebook de una amiga que dice: “La resignación es un suicidio cotidiano”. Y, de momento, no deseo suicidarme, ni siquiera metafóricamente.

Gerardo Rivas Rico es Licenciado en Ciencias Económicas