Por su interés, reproducimos íntegro y traducido el artículo del expresidente del Gobierno José Luis Rodríguez Zapatero.




La responsabilidad histórica del BCE


En el transcurso de la crisis, primero financiera, luego económica y a partir de 2010 de deuda soberana que sufre la UE, y que arrancó en 2008 con el crack financiero en EEUU y su contagio a buena parte del mundo, algunos países de la zona euro han acabado sufriendo sus consecuencias más graves. Así acaba de ponerse de manifiesto de nuevo en España.

El proyecto de la moneda común nació para avanzar, junto al mercado único, en la unión económica y política de Europa.

El euro es una moneda sin Estado, o una moneda de 17 Estados. Es un modelo original, es verdad, pero una moneda unificada necesita también de un Banco Central con todas sus facultades.

Sabemos que la fortaleza de la moneda común y su viabilidad dependen de los equilibrios macroeconómicos y de una adecuada política de tipos de interés. Los datos macroeconómicos de la zona euro, en cuanto a sus equilibrios básicos, déficit exterior, déficit y deuda pública, inflación... son razonables. El problema está en varios países europeos que, atrapados en una trampa de liquidez y con unos mercados financieros dislocados, deben realizar, al mismo tiempo, políticas de máxima austeridad y cambios o reformas para ganar competitividad en un contexto de imposible crecimiento económico. El margen de estos países, como España e Italia, es mínimo.

Las políticas de austeridad son necesarias, las reformas también, siempre que no afecten a lo esencial del modelo de bienestar europeo, el modelo que nutre la identidad política de la propia Europa. Pero no basta. Si las exigencias de consolidación fiscal son excesivas, el efecto, como ya sabemos muy bien a estas alturas, no es otro que el de agudizar la recesión e impedir en último término que la consolidación fiscal se produzca por falta de ingresos, dificultando el pago de la deuda misma.

Los mercados permanecen en un estado de máxima aversión a los países periféricos de la UE. Los costes de financiación de estos son muy elevados; teniendo en cuenta los fundamentos de sus economías, desproporcionadamente elevados, y su acceso al mercado muy reducido.

Y el problema es que, más allá de la coyuntura económica, en los mercados late una cuestión mucho más de fondo: ¿hay voluntad política de apoyo firme y decidido a la moneda común y a su integridad territorial?

Así es, basta con repasar lo acontecido desde abril de 2010 para comprobar que cuando la zona euro ha tomado verdaderas decisiones de unidad, y no débiles arreglos entre los países, los mercados han respondido y los bajistas se retiran.

Pero en cuanto vuelven las dudas y el mensaje predominante es que cada país se las arregle como pueda, la tensión en el mercado de bonos soberanos reaparece con una rapidez inusitada.

También a estas alturas sabemos bien que si EEUU ha logrado estabilizar su situación y recuperar su crecimiento, aunque sea lentamente, ha sido gracias a la contundencia de la intervención de la Reserva Federal. Ésta ha triplicado su balance desde el inicio de la crisis con masivas intervenciones, tanto para dar liquidez a los bancos y otras entidades como para aliviar el peso de la deuda soberana con la compra masiva de bonos del tesoro.

Y es verdad que El BCE ha duplicado su balance en esta crisis, que ha dado fuertes inyecciones de liquidez a los bancos, como las del diciembre pasado, pero no ha aplicado un programa ambicioso de compra de deuda soberana de los países con dificultad de la zona euro. Cuando lo hizo, alivió notablemente los tipos de interés. Así ocurrió en contadas ocasiones con España e Italia en 2011 y los efectos fueron inmediatos y positivos.

Existe una gran resistencia en algunos países a que el BCE cumpla la función de prestamista de última instancia. A mi juicio, esta función es imprescindible, verdaderamente imprescindible, para garantizar la estabilidad monetaria en la Unión.

El temor es la inflación y lo que ésta hizo sufrir en el pasado a los pueblos europeos. Pero no parece que hoy exista un riesgo inflacionista. Y, en todo caso, si hubiera que optar entre asumir este riesgo (asumible en un rango de hasta el 4%, como algunos sostienen) y el que afecta ahora a la propia supervivencia de la Unión Europea, la respuesta debería ser tan clara como lúcida: optemos por evitar a toda costa la amenaza cierta de ruptura de la Unión. Porque el euro es la Unión. Si el euro se rompe, ¿qué quedaría del mejor proyecto civilizatorio de comunidad política que hayamos conocido? Poco, muy poco, sería un retroceso de 50 años en la convulsa historia europea.

Detrás de esa resistencia está también una idea -acaso algo más, un sentimiento- que goza de popularidad en algunos países, según la cual los países con problemas de liquidez o endeudamiento no pueden pretender transferir mancomunadamente los riesgos a otros. Esta es una lógica nacionalista, y cuando en Europa se impone la lógica nacionalista el fracaso está asegurado, igual que cuando en la economía mundial se ha impuesto el proteccionismo.

El euro y la UE no son productos elaborados en una ingeniería o en una escuela de pensamiento económico. El Euro y la UE son fruto de un gran ideal político, la unidad de una comunidad política. Y una comunidad política no es una sociedad anónima.

Una comunidad política es un proyecto de convivencia en donde debe primar el apoyo a quien lo necesita por encima de dar tranquilidad a quien no tiene problemas.

No tengo dudas de que si dentro de 20 años Alemania sufriese una crisis de liquidez en su deuda soberana, toda Europa, España con seguridad, respaldaría una intervención contundente del BCE. Del mismo modo que toda Europa entendió que había que flexibilizar el Pacto de Estabilidad y Crecimiento cuando algunos países como Alemania lo incumplieron. Esta es la lógica de una comunidad política,  la lógica que corresponde a una Unión como la nuestra.

Las decisiones del Consejo Europeo de los pasados 28 y 29 de junio responden a ese espíritu de comunidad política. Y valoro especialmente el esfuerzo de la Canciller Merkel porque conozco bien el clima de la opinión pública alemana.

Ahora bien, si el BCE no acompaña los acuerdos del Consejo es como si el resultado del partido del día 29 de junio se anulase. Y para evitar ese efecto perverso el BCE debe actuar.

Voté en su día al Sr. Draghi con la expectativa de que fuese el Presidente del BCE de una Unión política. Necesitamos sentir que el BCE es el Banco Central de todos los países de la zona euro. Necesitamos sentir que el euro es un proyecto de compromiso y no sólo de intereses. Necesitamos sentir que el euro no es sólo una moneda de Alemania, aunque el BCE tenga la sede en ese gran país que tanto admira toda Europa.

Nadie puede escudarse en que los países de la periferia, como España, no están haciendo esfuerzos. Los hace al límite de lo socialmente posible.

Sin una decisión del BCE, de aliviar los tipos de deuda de los países con serias dificultades, no hay salida.

Unimos nuestro destino al euro y el euro unió su destino a nosotros. Por ello, reclamo una intervención decidida del BCE. Porque lo quiera o no su Presidente Draghi, él no es un presidente convencional, la situación no es convencional y por ello exige una política no convencional.

Termino de escribir estas líneas viendo las imágenes de AngelaMerkel y François Hollande conmemorando los 50 años del reencuentro franco-alemán que lideraron De Gaulle y Adenauer. Y pienso que dentro de 50 años un francés y un alemán, o mejor dos europeos, o mejor aun todos los europeos, puedan recordar como 50 años atrás Europa salvó al euro y así se salvó a sí misma.

 José Luis Rodríguez Zapatero es expresidente del Gobierno de España