No es tan difícil de entender. La batalla electoral de 2012 está señalizada desde hace tiempo. Grosso modo, el PP, presente a quien presente, diga lo que diga, haga lo que haga, obtendrá sus tradicionales diez millones de votos y tal vez algunos más; el PSOE, en cambio, no tiene para nada aseguradas dos, tres o cuatro millones de sus once millones de papeletas de las últimas generales. La actitud ante la crisis de Zapatero y las políticas neoliberales emprendidas por él en los ámbitos económico y social en el último año han supuesto una gran erosión del voto socialista, en particular entre las clases populares y medias y los ciudadanos y colectivos más progresistas.

Sin Zapatero y con unas primarias verdaderamente democráticas, los socialistas pueden aspirar a removilizar buena parte del voto desencantado, pueden evitar la goleada en 2012 y terminar ese partido con una derrota por la mínima –lo que les situaría como una oposición poderosa en la próxima legislatura y les daría muchas posibilidades de no tardar en recuperar La Moncloa- y hasta con una victoria corta.

Pero, atención, he dicho unas primarias verdaderamente democráticas, un debate interno que sea percibido como honesto y serio por la ciudadanía.

No es difícil imaginar lo que estas primarias requieren para tener un efecto revigorizante en el electorado progresista. En primer lugar, limpieza, fair play. Nada de frasecitas descalificadoras sobre el contrario, nada de filtraciones malignas a periodistas y medios afines, nada de marrullerías, zancadillas o puñaladas traperas, nada de presiones desde arriba, nada de fuego amigo. El duelo entre los aspirantes socialistas no debe comenzar antes de las municipales y autonómicas y a partir de entonces tendría que desarrollarse con la máxima corrección. La limpieza en las primarias no sólo sería apreciada instantáneamente por el electorado no militante, sino que, además, permitiría un rápido cierre de filas entre los mismos socialistas una vez conocidos sus resultados.

En segundo lugar, autenticidad. Las primarias no deberían ser una farsa apresurada para designar a tal o cual candidato oficialista, sino un auténtico debate entre líderes y, aún más, entre ideas y proyectos, y eso requiere cierto tiempo. Los socialistas disponen de él. Sin las exigencias que le supondrían una tercera candidatura a La Moncloa, Zapatero puede dedicarse a gobernar tranquilamente –y a aplicar las últimas reformas que le exigen los llamados mercados- y puede terminar la legislatura en el momento procesal oportuno. Así que, por mucho que le fastidie al PP, las elecciones generales se celebrarán en marzo de 2012. Eso le da al PSOE varios meses, los que van de finales de mayo al comienzo del otoño, para dilucidar con serenidad y en profundidad la cuestión de su nuevo candidato a la presidencia del Gobierno, esto es, para hacer bien las cosas.

Zapatero accedió al liderazgo de su partido tras la tremenda derrota electoral de 2000 y consiguió llevarle a la victoria en 2004 y 2008. Ahora el político leonés, con su retirada y con su deseo de que su sucesor sea elegido democráticamente por los socialistas, le ha regalado a su partido la ocasión de seguir siendo una fuerza política clave, tal vez incluso la fuerza gobernante, en la segunda década del siglo XXI. El que los socialistas aprovechen bien esta oportunidad será una buena noticia para esa amplia mayoría sociológica y política de españoles que se sitúa en el campo progresista.

Javier Valenzuela es periodista y escritor. Ha sido corresponsal de El País en Beirut, Rabat, París y Washington y director adjunto de ese periódico
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