La grieta es un corte irregular en un cuerpo sólido aunque sin llegar a dividirlo del todo, mientras que la fractura sí entraña una división de ese cuerpo. Una grieta es un aviso, ciertamente, pero un aviso que traslada al observador una información incompleta: de la observación superficial de la misma no es posible inferir su profundidad ni saber si la hendidura apenas ha atravesado la superficie o si ha horadado el cuerpo sólido hasta sus mismas entrañas.

En el Partido Socialista de Pedro Sánchez hay grietas pero no fracturas. Todavía. Lo que impide que la grieta degenere en fractura es la argamasa del poder, ciertamente, pero también y sobre todo la devoción a unas siglas cuyo significado político y alcance emocional van, para la inmensa mayoría de dirigentes y militantes, mucho más allá de la mera lealtad al secretario general de turno. 

Si se exceptúa la del presidente manchego, en la extensa nomenclatura del Partido Socialista apenas se escuchan voces críticas con la actual dirección. Eso no significa, sin embargo, que no haya muchos cargos y afiliados de base asediados por las dudas y temerosos de que el partido no salga bien parado de esta. Aceptaron amnistía como operación de Estado como quien acepta pulpo como animal de compañía, pero el comportamiento del líder de los amnistiados y él mismo Amnistiado Mayor del Reino no augura nada bueno. Con pulpos así no es fácil trabar amistad.

El artista en el alambre

Encadenada sin remedio a los rencores, la urgencias y las aflicciones de Carles Puigdemont, la política del Gobierno se desempeña sobre un alambre situado a decenas de metros del suelo por el que Pedro Sánchez camina con los ojos vendados mientras a un extremo Vox, el Partido Popular, muchos periodistas, algunos jueces y el socialista de baja intensidad Emiliano García Page se turnan para aflojar el cable, al tiempo que a su espalda, en el otro extremo, su impaciente aliado hipercatalán lo apremia sacudiendo cada cinco minutos el dichoso cabo que pende sobre el abismo. Aflojar y agitar, aflojar y agitar. En el PSOE se teme por la vida del artista Sánchez, pero también por la del propio partido: ay de nosotros si esta legislatura sale mal…  

El PSOE es hoy mayoritariamente un partido sanchista, aunque, aun siéndolo mucho, lo es bastante menos de lo que en el pasado fue felipista. Y no digamos el país: en los 80 y primeros 90 no es ya que el PSOE fuera felipista, es que el país mismo lo era mayoritariamente, hasta finales de los ochenta de manera abrumadora y a partir de entonces de manera escalonadamente menguante. 

España no es hoy, ni mucho menos, un país mayoritariamente sanchista, aunque el presidente cuenta con la ventaja de no tener que habérselas con un país ni siquiera medianamente feijoísta. Alberto Núñez Feijóo aún no es un líder de verdad, no lo será hasta alcanzar la Presidencia del Gobierno. No le ocurre a él solo: le ocurrió a José María Aznar, a Juan Manuel Moreno, a Manuel Chaves incluso. El carisma no lo traían de fábrica sino que lo incorporaron a su persona gracias al ejercicio del poder. Paradójicamente, eso no le ha ocurrido a Pere Aragonés, en quien la Presidencia de la Generalitat no ha operado la prodigiosa metamorfosis de oruga a mariposa que tantas veces se ha visto en política. El caso de Sánchez es singular: forjó su carisma no tras la conquista del poder en 2018 sino mucho antes, justo después de la humillante derrota sufrida en el Comité Federal socialista del 1 de octubre de 2016.

Aliado y adversario

En sectores significados del PSOE y en absoluto antisanchistas, muy alejados por tanto de la furia española de los Guerra, los González, los Page o los Borbolla, cunde una preocupación que muchos de ellos dan por descontado que derivará en pánico si Carles Puigdemont sigue marcándole tan insolentemente el paso a Pedro Sánchez. Aun con reservas, toda esa gente aplaude el arrojo de su secretario general y se felicita de su energía, de su determinación, de su resistencia, de su frialdad, hasta de su cinismo si hace falta, pero son conscientes de que el desenlace de esta partida temeraria depende menos de la destreza de Sánchez que de la voluntad impredecible de su oponente Puigdemont. ¿Oponente, se preguntará el improbable lector, quien en compañía de otros lo invistió presidente el pasado 16 de noviembre? En efecto, oponente: pues lo singular de esta legislatura es que el expresident es formalmente un aliado  pero materialmente un adversario: hoy por hoy, el adversario más fastidioso del Gobierno, más incluso que Feijóo y su Partido Popular. 

Es cierto que, en esta legislatura, Junts ha decidido jugar en el terreno de la institucionalidad pero siempre lo ha hecho dando a entender o incluso dejando claro que su respeto a las reglas de juego no es franco y verdadero sino meramente instrumental. Puigdemont no romperá la baraja de la misma manera en que lo hizo en octubre de 2017, pero nadie descarta que tenga en mente volver hacerlo de alguna otra manera. No quiere decirse que planee repetir la dramática chifladura de entonces, pero sí que seguirá disputando el balón siempre al borde del fuera de juego. Pese a los inequívocos pronunciamientos institucionales según los cuales los goles independentistas de septiembre y octubre de 2017 se marcaron en fuera de juego y por tanto no eran válidos, Puigdemont sigue defendiendo tercamente su legitimidad, y aun su legalidad, con el peregrino argumento de que la grada, el árbitro, el VAR y los periodistas que narraron aquel lance no jugaron limpio. 

Suceda lo que suceda dentro de dos semanas en las elecciones gallegas, es obvio que serán leídas como un termómetro de la temperatura política nacional. Que al PSOE nunca se le haya dado demasiado bien Galicia no importará demasiado. La única esperanza socialista es un improbable 23-J que deje de nuevo a las derechas a las puertas de la mayoría absoluta. De ser así, el problema lo tendrá el pobre Feijóo, no el malvado Sánchez. Pero ni aun así, ni aun con ese milagro electoral cesará entre la inquieta militancia el runrún del desasosiego, por ahora apenas audible pero no por eso inexistente, como el siseo de las serpientes que reptan bajo el bien cuidado césped por donde corretean los nietos y sestean los abuelos de ese socialismo cuyo esforzado capitán hace equilibrios sobre un alambre alzado a decenas de metros del suelo.