Con poco más de 12 años, yo ya quería ser periodista. Quizás no es un dato muy relevante, dado que antes quise ser muchas otras cosas, excepto futbolista, porque pronto averigüe qué el destino no me había llevado por la calle de la psicomotricidad. Cuando se pregunta a mi familia por el despertar de esta aspiración, suelen mencionar las persecuciones a mis abuelos, grabadora en mano, para registrar batallitas de la Guerra Civil. Pero eso no deja de ser la consecuencia de la vocación, no su causa.

Si tengo que confesar el origen, o al menos uno de ellos, me tengo que remitir a un libro que cayó en mis manos con esa edad. Se titulaba Cartas a un joven periodista y, como es evidente, tenía un formato epistolar. En él, el autor se carteaba con un ficticio estudiante de periodismo llamado Honorio -la elección del nombre no era casual- al que daba variadas lecciones de ética y deontología.

El autor no era otro que Juan Luis Cebrián, presidente de Prisa y quien había ostentado el cargo que muchos deseábamos: director de El País. En una época en que el monopolio de la prensa progresista estaba en manos de los profesionales de Miguel Yuste y la prensa digital era aún un germen, muchos no queríamos ser solo periodistas; también soñábamos con tener barba y estar al frente del mejor diario de España.

Ahora, Cebrián se ha convertido en un reflejo de todo lo que él repudiaba en aquel libro y en un ejemplo de lo que su diario criticaba hace una semana. Poco después de pintar a Pablo Iglesias como un dictadorzuelo en el editorial de El País, él se ha convertido en censor de libertades, intentado callar a muchos y buenos periodistas. Algunos de ellos, quizás, también crecieron con las cartas de Cebrián a Honorio.

Que Pablo Iglesias critique al tratamiento que recibe su partido por parte de la prensa es lícito y, por supuesto, criticable. Lo que es inadmisible es que, desde su posición de poder, insulte a un redactor, algo a lo que nos tiene acostumbrados y que se ha criticado en esta columna.

Pero no hace falta ser político para tener una posición de poder, algo de lo que disfruta Cebrián por partida doble. Porque tiene a su merced al mayor grupo mediático del país y no ha dudado en instrumentalizarlo. Y porque tiene más pasta que Alemania para litigar lo que quiera y más, sobre todo después de subirse el sueldo un 10% hasta los 2 millones de euros, con la excusa de que la empresa había ganado 5 millones en 2015 y pese a que perdió 2.236 millones en 2014.

En el epílogo de la reedición de Cartas a un joven periodista, Cebrián aseguraba que el tal Honorio se había ido a trabajar a Colombia y le perdió la pista cuando buscaba “una entrevista exclusiva con el guerrillero Tirofijo”. Si ha salido ya de la jungla y sigue vivo, aunque sea en la imaginación de su autor, me gustaría leer una última carta de Honorio en la que explique qué piensa de la evolución del que era un ídolo para muchos.

Hasta entonces, el libro seguirá en mi biblioteca, pero ahora en la sección de ejemplos a no seguir.