La frase entrecomillada que sirve de título de este artículo pertenece a una de las primeras reacciones públicas que se produjeron cuando se dio a conocer la sentencia del Tribunal Supremo contra algunos de los principales dirigentes del movimiento independentista. La frase pertenece la declaración institucional del F.C.Barcelona, el Barça. En un principio pasó prácticamente desapercibida pero encierra en sí misma una verdad incuestionable: por más ajustada a la ley que sea esta sentencia -rechazada, no obstante, tanto desde un extremo como desde el otro, tanto desde Vox, Ciudadanos e incluso algunas voces del PP, como desde el conjunto del secesionismo catalán-, las penas de prisión impuestas a nueve destacados líderes políticos y sociales separatistas no resolverán lo que ha sido, es y sigue siendo un conflicto político.

Relacionado Los mensajes de Xavi, Piqué y Sergi Roberto tras la sentencia de procés

Un conflicto político que en primer lugar es interno, específicamente catalán, pero que es también un conflicto de España en su conjunto. Conflicto interno en Catalunya, con su sociedad no ya dividida y fracturada en dos mitades sino partida en pedazos como lo está un espejo roto, resquebrajada. Y conflicto de España como Estado, porque se trata de un problema político, institucional, territorial, social y económico de una magnitud extraordinaria. Sin duda se trata del conflicto más trascendental y grave al que se ha tenido que enfrentar nuestro actual Estado social y democrático de derecho, como mínimo desde el frustrado golpe de Estado del 23-F.

“La cárcel no es la solución”, como bien dijo el Barça. No lo es ni lo será. Una vez dictada la sentencia, todos deberíamos acatarla y respetarla, incluso desde la discrepancia y la crítica. Pero hay vida más allá de esta o de cualquier otra sentencia, por muy dura que pueda ser, y ésta sin duda alguna lo es. Esta otra vida es la de la política, que es de donde no habría tenido que haber salido en ningún momento. Este conflicto comenzó a salir del terreno de la política cuando el PP interpuso un recurso de inconstitucionalidad contra el Estatuto de Autonomía catalán refrendado por la ciudadanía de Catalunya después de la aprobación por las Cortes Generales del texto aprobado por el Parlamento catalán, ya entonces con algunos recortes. Hace ya casi una década desde que el Tribunal Constitucional, con recusaciones de algunos de sus componentes y con los mandatos ya caducados de otros de sus miembros, hizo que Catalunya se convirtiera en la única comunidad autónoma que se rige por un Estatuto que no se parece, al menos en algunos aspectos sustanciales, al que su ciudadanía aprobó en un referéndum legal.

Lo sucedido en esta última década en Catalunya ha sido una sucesión sin fin de disparates y despropósitos, correspondida por otra sucesión ininterrumpida de dislates enormes por parte de los sucesivos gobiernos del PP presididos por Mariano Rajoy. De ahí el crecimiento espectacular que el independentismo ha experimentado en Catalunya, hasta el punto de pasar de un máximo del 15% hasta llegar al 48%, esto es más que triplicando su apoyo popular. Todo esto, con el consiguiente proceso de judialización del conflicto político como única respuesta por parte del PP.

Si el conflicto es político, la respuesta es y debe ser política. Cúmplase la ley, cúmplase la sentencia, pero es imprescindible, y cada vez más urgente, que la política asuma sus responsabilidades de una vez y encuentre una vía política para lo que ha sido, es y seguirá siendo un conflicto político. Pero ello exige, como primer paso inexcusable, la existencia de un mínimo de empatía por parte de unos y de otros, o de “hunos” y de otros, como diría el ahora de nuevo tan mentado Miguel de Unamuno.

La empatía es fundamental en cualquier intento de resolución de un conflicto, sea cual sea la magnitud de éste. La empatía es la capacidad de comprender o compartir los sentimientos y las emociones de los otros, una capacidad que se basa en el reconocimiento del otro como semejante. Sin esta capacidad de identificar y reconocer lo que el otro puede sentir, opinar o creer, no existe ni tan siquiera la posibilidad de iniciar el diálogo. Y lo trágico es que, al menos por ahora, esta empatía no existe.

Las derechas hispánicas, en su triple vertiente política actual y también en su mucho más diversificada expresión mediática, se niega a empatizar con los separatistas catalanes, y otro tanto sucede a la inversa. Viene a ser como una nueva forma de guerracivilismo. Lo mismo sucede en el interior de la misma Catalunya. Por desgracia, las reacciones que unos y otros han tenido tras el conocimiento de la sentencia del Tribunal Supremo lo demuestran bien a las claras. Mientras, algunos, solo unos pocos, intentan, intentamos ejercitarnos en la empatía. Intentan, intentamos ser capaces de comprender y compartir los sentimientos y las emociones de los otros, por más alejados que estemos de ellos, de sus opiniones y de sus creencias.