Sarajevo no es una metáfora, es una herida abierta en Europa. Su nombre no debería usarse como recurso fácil para describir el desorden o el caos, porque remite a una tragedia concreta, documentada y profundamente dolorosa. Desde abril de 1992 hasta febrero de 1996, la capital de Bosnia y Herzegovina vivió bajo el asedio más largo de la historia contemporánea europea, cercada por tropas que instalaron posiciones de artillería en las colinas y francotiradores en los edificios que dominaban las principales avenidas.
Invocar ese escenario para referirse a un altercado en Madrid no es un exceso retórico ni un lapsus desafortunado: es una banalización de la violencia extrema que sufrieron cientos de miles de personas y, sobre todo, una ofensa a la memoria de las más de 13.000 víctimas mortales del asedio. Sarajevo simboliza el fracaso internacional, la indiferencia ante la limpieza étnica y el precio pagado por una población civil atrapada. Usar ese nombre, como hizo Isabel Díaz Ayuso en uno de sus habituales exabruptos, como sinónimo de caos urbano no es solo un error: es desconocer la historia reciente de Europa y faltar al respeto a quienes todavía cargan con las cicatrices de aquella guerra.
El asedio más largo en la historia reciente de Europa
El Sitio de Sarajevo se prolongó 1.425 días consecutivos, desde el 5 de abril de 1992 hasta el 29 de febrero de 1996. Ninguna capital europea en el siglo XX había sufrido un asedio tan prolongado: ni Berlín en la Segunda Guerra Mundial ni Stalingrado en el frente oriental alcanzaron una duración semejante. La ciudad quedó aislada, sin corredores seguros y bajo un constante fuego cruzado que se cebaba contra su población. Las fuerzas serbobosnias desplegadas en las montañas circundantes convirtieron la topografía en un arma: desde las colinas podían bombardear indiscriminadamente barrios enteros y controlar con francotiradores cada arteria principal de la ciudad.
La estrategia del asedio no se limitaba a un cerco militar, sino a cortar los suministros esenciales. Se interrumpió el acceso al agua potable, se bloquearon alimentos y medicinas, y se privó a la ciudad de electricidad durante meses. Sarajevo, en pleno corazón de Europa, pasó a vivir en condiciones que recordaban a los peores episodios de guerras pasadas. La población sobrevivía gracias a túneles improvisados, contrabando de víveres y ayuda humanitaria que, en muchos casos, apenas alcanzaba para sostener a una parte de sus habitantes.
La población civil quedó atrapada en un cerco que transformó cada gesto cotidiano en un desafío de vida o muerte. Hacer cola en una fuente pública para conseguir agua significaba exponerse a un francotirador; caminar por una avenida abierta podía convertirse en una sentencia. Familias enteras vivían bajo la amenaza constante de la artillería, refugiándose en sótanos durante horas interminables. No hablamos de una congestión en el transporte o de un incidente callejero: hablamos de un castigo planificado, sostenido durante casi cuatro años, contra quienes se atrevían a salir a por pan, a buscar medicamentos para un hijo o a visitar a un familiar enfermo.
Las cifras que no admiten comparación
Los datos son elocuentes. Se calcula que más de 13.000 personas murieron en Sarajevo durante el asedio, de las cuales unas 5.400 eran civiles. Entre ellos había al menos 1.500 menores. Además, 56.000 personas resultaron heridas en una ciudad de apenas 350.000 habitantes.
La intensidad del ataque fue escalofriante. La media diaria se situaba en 329 impactos de proyectil, con un récord de 3.777 en un solo día, el 22 de julio de 1993. Para los habitantes de la capital bosnia, el sonido de los morteros era parte del paisaje. Para quienes intentaban cruzar una avenida, el riesgo estaba en “Sniper Alley”, la arteria central que se convirtió en un corredor de la muerte bajo la mira de francotiradores.
Existen jornadas especialmente recordadas. El 5 de febrero de 1994, una granada impactó en el mercado de Markale, provocando 68 muertos y 144 heridos. Un año después, el 28 de agosto de 1995, un nuevo ataque en el mismo lugar dejó 43 muertos. No fueron episodios aislados, sino parte de una estrategia para sembrar el terror en la población civil.
Mientras tanto, hospitales, colegios y viviendas fueron blanco de los bombardeos. La ciudad vio cómo su infraestructura quedaba reducida a escombros y cómo la Biblioteca Nacional ardía en agosto de 1992, perdiéndose cerca de dos millones de libros y manuscritos históricos.
Una campaña juzgada como crimen de guerra
El Tribunal Penal Internacional para la ex Yugoslavia (TPIY) dejó constancia de que el asedio de Sarajevo fue una campaña planificada contra la población civil. El general Stanislav Galić, comandante del Cuerpo Sarajevo-Romanija, fue condenado a cadena perpetua por crímenes de lesa humanidad, al considerar probado que su objetivo principal fue infundir terror a los habitantes de la ciudad. Su sucesor, Dragomir Milošević, también fue condenado por esa misma estrategia.
Los jueces del TPIY subrayaron que el patrón de ataques no era fruto del azar ni de excesos aislados, sino de una política deliberada: disparar contra mercados, colas de agua o transeúntes para quebrar la moral de toda una ciudad.
Los testimonios de quienes sobrevivieron retratan escenas que ningún madrileño, ni en sus peores momentos de colapso urbano, podría imaginar. Conseguir agua suponía caminar hasta una fuente bajo la amenaza constante de ser alcanzado por una bala. Cruzar un puente podía costar la vida. Ir al colegio era una decisión cargada de miedo.
Durante meses, la electricidad estuvo cortada, la comida se reducía a mínimos y los hospitales funcionaban con recursos de guerra. Cada día era un pulso por sobrevivir, en un entorno donde la muerte podía llegar desde cualquier ventana de las colinas que rodeaban la ciudad.
La banalización del horror
Ante estos datos, la comparación realizada por Ayuso no es solo un recurso desafortunado: es una banalización del horror. Equiparar empujones en la capital de España con casi cuatro años de cerco sistemático, miles de muertos y ataques indiscriminados contra civiles es una falta de respeto hacia las víctimas y sus familias.
Las palabras importan, sobre todo cuando provienen de responsables políticos. En el caso de Sarajevo, hablamos de un episodio inscrito en la memoria europea como símbolo de la barbarie y la incapacidad internacional para frenar una masacre a las puertas de la Unión Europea.
El recuerdo de Sarajevo exige rigor, memoria y respeto. Significa reconocer el sufrimiento de quienes soportaron hambre, frío, francotiradores y bombardeos sin posibilidad de huir. Significa también entender que no todas las crisis urbanas son comparables y que el uso irresponsable de ciertas analogías trivializa tragedias históricas.
Por eso, antes de repetir comparaciones ridículas, la presidenta de la Comunidad de Madrid debería conocer los datos básicos de lo que fue el Sitio de Sarajevo: 1.425 días de encierro, 13.000 muertos, francotiradores disparando a civiles y mercados masacrados. Solo así entenderá por qué esa ciudad no puede usarse como sinónimo de caos callejero. Sarajevo no es una figura retórica: es la memoria viva de una herida que Europa todavía no ha cerrado.