Madrid, cinco de la tarde. Paseo del Prado, cualquier esquina céntrica atestada de gente. La primavera invita a pasear: la temperatura es inmejorable, hay luz, no hace frío y tampoco calor. Museos abiertos y turistas por todas partes. La capital recibe con los brazos abiertos a los miles de personas que la van a visitar.
Gente con cámaras de fotos dispuesta a cazar la vida que corre por las calles madrileñas. Ejecutivas a ritmo de tacón y maletín; hombres de negocios pegados a su teléfono que cruzan in extremis. Abuelos en los bulevares cuidando de sus nietos mientras un chico negro extiende su manta con bolsos de imitación. Puestos de agua fresca y helados; banderas para los forofos del fútbol; postales de acuarela, fotos de la pancarta del "no pasarán". Interminables colas en las puertas de los museos; chinas que se abanican, bocata de calamares y alguna terraza para nuestros queridos "relaxing cups".


Todo es normal para ser Madrid un nueve de abril después de comer. Todo menos una mujer tirada en la acera. Inmóvil. No se le ve la cara, pero tendrá unos cincuenta años. Es pequeña y está totalmente acurrucada en el suelo. Mi primer impulso es comprobar si, efectivamente respira. Está viva. Mi segunda sorpresa es observar como nadie, absolutamente nadie se detiene. Ni la ejecutiva, ni los abuelos, ni los que pasean. La miran, reducen el paso, pero no se detienen. Alguno me mira para ver si yo me alarmo y entonces, quizás actuar.


La señora está descalza. Un pañuelo cubre su cabeza. Un vaso de plástico junto a ella con alguna moneda. Ésa es la razón por la que nadie se para y nadie se acerca. Y me detengo a pensar: ¿Si esta señora no estuviera descalza, si estuviera tirada junto a su bolso, y fuera vestida como entendemos de manera "normal" -disculpen esta palabra que detesto utilizar- cree el lector que alguien se hubiera parado? Desgraciadamente tengo la triste certeza de que habría un corro de gente a su alrededor, llamando a la policía, a la ambulancia, a quien hiciera falta.


Cruzo la calle observando y buscando algún policía, alguien que pueda ayudar. ¿Y si esta señora realmente se ha desplomado, si necesita ayuda? Me da pavor pensar que en cualquier momento pueda ser yo misma la que se encuentre en el suelo y nadie se acerque a ayudarme. ¿En qué nos estamos convirtiendo?


Doblo la esquina y me encuentro con la misma escena. Una mujer diferente pero tirada en el suelo igual que la anterior; el vaso de plástico y algunas monedas. La gente sigue caminando, pasan de largo y de pronto me doy cuenta de que estamos generando entre todos una situación que trasciende lo humano…


Un rato después llego a la Calle Orense y en su esquina una chica invidente y en silla de ruedas. Allí la dejan por las mañanas y acuden por la tarde a recogerla. Se pasa el día agitando un vaso de metal con monedas: da igual que haga frío o calor. Ella inmóvil, abandonada en la esquina, sin que nadie se preocupe en absoluto. Ni si quiera los policías que pasan por delante cada día y saben, como cualquiera, que "alguien" la trae y la lleva y ella poco puede hacer para evitarlo.


Y algo me dice que mientras la gente pase de largo cada vez más, en cada esquina, nos encontraremos con tremendas muestras de inhumanidad que no son más que un retrato de nosotros mismos. Mientras tanto, sigan hablando del fútbol, o de Cataluña. Sigan visitando museos, comprando en las tiendas y caminando sobre sus tacones; continúen sin mirar a su alrededor para no darse cuenta de que en realidad están más muertos que vivos.

Beatriz Talegón es ex secretaria general de la Unión Internacional de Jóvenes Socialistas
@BeatrizTalegon