Llamadme Mijaíl. Pedro Sánchez Pérez-Castejón ha ido transmutándose a lo largo de los últimos tiempos en un inverosímil pero reconocible Pedro Sánchez Pérez-Gorbachov, odiado en casa y amado fuera. Europa lo quiere. América lo quiere. España se debate entre el amor y el odio, pero este último ha tomado clara ventaja.

Cierto que los verbos amar y odiar son mucho verbo para la ocasión y cierto también que la equiparación de Pedro con Mijaíl es demasiada equiparación, pero ambas tienen el visto bueno de la veloz actualidad, pues la muerte esta semana del exlíder exsoviético ha traído de nuevo a las portadas aquella paradoja que tan bien resumía la tragedia y la gloria -súbita tragedia, incierta gloria- del último secretario general del PCUS: el mundo lo amaba pero su país lo odiaba. No todo el mundo ni todo su país, pero lo bastante de uno y del otro como para dar por buena la síntesis periodística.

El reconocimiento internacional de Pedro Sánchez no pueden negarlo ni sus más cerriles adversarios: se limitan al silencio, a no tocar el tema, que es lo que, tanto desde la izquierda como desde la derecha, suele hacerse en política ante los méritos ajenos cuando estos son indiscutibles. Pero tampoco sus partidarios más acérrimos se atreven a negar el desgaste interno que sufre el presidente y que todas las encuestas certifican: la valoración de Sánchez está por debajo del 4 y la ventaja del PP sobre el PSOE se sitúa, como la inflación, en el entorno de los dos dígitos. Un 32,7 por ciento frente a un 23,6 y 137 diputados frente a 90 son cifras decepcionantes para el PSOE si se tiene en cuenta la nada despreciable hoja de servicios prestados al país.

La respuesta de la Moncloa -también de Ferraz, pero Ferraz nunca vuelve a ser verdaderamente Ferraz hasta que el secretario general no deja de ser presidente del Gobierno- es la campaña que arrancó ayer en Sevilla y con la que Sánchez quiere recuperar la empatía con unos votantes que le están retirando la confianza que por partida doble le dieron hace tres años. El CIS calcula que, con una participación similar a la de noviembre de 2019, unos 600.000 votantes socialistas de entonces le darían hoy su papeleta a Alberto Núñez Feijóo.

Los cráneos privilegiados de la Moncloa vienen desde tiempo atrás estrujándose el cerebro en busca de la fórmula mágica que transmute en oro electoral los pesados metales que lastran el vuelo político del presidente. Lo que se les ha ocurrido se llama ‘Gobierno de la Gente’ y consiste en una campaña de decenas de actos por todo el país en los que Pedro Sánchez intentará recuperar la conexión perdida con sus votantes explicándoles las muchas y buenas cosas que está haciendo su Gobierno.

El formato es un poco teatrero, pero tal vez funcione. Asistentes previamente seleccionados hacen como que preguntan al presidente con objeto de que este pueda explayarse sobre unos méritos que “la derecha política, económica y mediática” nunca reconocerá. Las respuestas del presidente son de verdad pero las preguntas son de mentira. Las escuchadas ayer en Pino Montano eran del tipo: “Presidente, tu Gobierno lo está haciendo de puta madre, ahora bien, tengo esta duda: ¿piensa seguir haciéndolo tan cojonudamente en el futuro?”.

Más allá del postureo propio de toda campaña electoral, y la de ‘El Gobierno de la Gente’ lo es, la iniciativa sugiere que Pedro Sánchez vuelve a sus orígenes de 2016, cuando la nomenclatura de su partido lo echó por la ventana, pero milagrosamente salvó la vida y decidió recorrer el país predicando el evangelio según San Pedro, de solo dos capítulos: ‘No es no’ y ‘Todo el poder para las bases’. Nadie daba un duro por su victoria pero ganó. Después nadie daba un duro por que llegaría a la Moncloa pero llegó. Más tarde nadie lo daba por que permanecería en ella y permaneció. Duro de pelar.

Como Gorbachov, que ha durado hasta los 91, Sánchez no es un tipo fácil de liquidar, y además cuenta con la ventaja de haber tenido siempre de cara la suerte que pocas veces acompañó al sepulturero de la Unión Soviética. En 2016, todos los listos del país lo dábamos por muerto pero ahí sigue; en 2022, las encuestas lo vienen matando cada semana, pero ahí está el tipo, paseando su esbelta figura por las cancillerías del mundo, cogiéndose del bracete con Biden, marcando el paso a la Comisión Europea o seduciendo a la adusta Alemania como si tal cosa. Si en 2017 pulverizó todas las previsiones, en 2023 podría volver a hacerlo.