La nueva política está condenada a parecerse demasiado a la vieja. Aquellos jóvenes soñadores que rodeaban el Congreso, fomentaban los escraches, tomaban los cielos de boquilla y se aupaban en utópicas promesas de las que suenan mejor que se llevan a cabo, tienen ante sí al peor de los verdugos: el poder, el paso del tiempo, la hora de la verdad. Albert Rivera pasó de ser el político más prometedor del panorama nacional a entonar burdos mensajes en Twitter pensando que sobreviviría gracias a un sueño que sus lacayos le endulzaban, Pablo Iglesias duró de vicepresidente lo que su ego desmedido le permitió permanecer en segundo plano y Yolanda Díaz, a quien la factoría de Iván Redondo vaticinó como la primera mujer presidenta de nuestra democracia, se desinfla por momentos entre batallas internas y pérdida de identidad.

Especialmente virulenta es la caída de la izquierda alternativa. El poder les ha desgastado, para sonrisa de aquellos que presagiaron que era mejor seguir dando la batalla de las ideas desde fuera que verse doblegados por un establishment no apto para sueños húmedos. La política exterior, la vivienda, la Ley Mordaza, la reforma laboral, la Ley Trans o Pegasus son solo algunos de los ejemplos de una convivencia que empezó sin querer compartir colchón y acabó con Yolanda Díaz imponiéndose a una dirección que se niega a asumir su derrota interna. El relato está maltrecho, y lo que empezó como una guerra por ver quién era más subversivo ha acabado con una izquierda a la izquierda del PSOE tomando decisiones desde tertulias radiofónicas, columnas en prensa y un conjunto de figurantes de segunda que prometieron marchar para operar en la sombra, sin ser tan señalados, escondiéndose de un conjunto de malas decisiones cuyo reflejo más fidedigno son unas elecciones (las de Madrid) donde un icono pop los arrastró al ridículo sin más mensaje ni legislación que aquello que la gente deseaba en el momento más indicado.

Perdieron contra un par de cañas al sol y algo más de vida cuando la vida se nos atragantaba entre toques de queda y aleccionamiento moralista. Lo más fieles, la furia militante capaz de todo por defender a su adalid, compró a pies juntillas que la inmolación se produjo para evitar el suicidio de la marca en la tierra que los vio nacer; la otra cara de la moneda, la de la autocrítica no realizada, es que un vicepresidente del Gobierno bajó al barro para movilizar a toda la Comunidad de Madrid, pensando que del dato de baja abstención saldría su auge en las urnas. El resultado es conocido: Ayuso ganó en cada municipio, en cada barrio, en cada mesa electoral, en cada conversación.

Ahora, quién sabe si por aquel desconcertante ímpetu que derivó en humillación, el perfil en Andalucía es mucho más bajo. Nadie ha dejado su cartera ministerial para presentarse como insolvente salvador -por más que haya sonado repetidamente el nombre de Alberto Garzón-, y las conversaciones para presentar un frente amplio se han circunscrito a abrazos por el real de la Feria de Sevilla y conversaciones hasta altas horas de la madrugada: en Andalucía, todo correcto, pacto firmado e Inma Nieto candidata; en Madrid, que es donde tristemente nos acostumbramos a mirar para refrendar el visto bueno de cada foto finish, la cosa era distinta.

El culpable tiene nombres y apellidos, dicen desde el sur. Era inaceptable, responden desde una cabina con más aura y amor propio que prestigio. Las alianzas de la izquierda verdadera, joven, soñadora, posmoderna, nacionalista y caviar no han salido bien. Desde el pacto de los botellines, aquel que sustrajeron Alberto Garzón y Pablo Iglesias para aplauso de su famélica legión tuitera, la capacidad de unión ha sido sometida al cuestionamiento de la evidencia: entonces, y tras un adelanto electoral y unas esperanzas de victoria presagiadas por una demoscopia con menos fiabilidad que un sorteo de la tómbola, no se consiguió convertir en votos la esperanza de la coalición. Posteriormente, y pese a los buenos resultados, la pérdida de poder desde el centro de España provocó la caída de uniones fructíferas con las mareas, con Compromís, Con Adelante Andalucía y con todo aquel que pidió más autonomía al jefe.

En Andalucía no ha sido diferente: una marca registrada, Podemos fuera de la coalición para desquicio de sus representantes andaluces, Iglesias cuestionado y amenazas de huir de la formación si el poder sigue siendo tan desigual. Y lo peor, coinciden las fuentes consultadas, ni siquiera es el resultado, sino las formas: la ruptura, el mensaje fuera de tiempo, el ridículo más absoluto, no se produjo por una cuestión programática, por ver cómo atraer al votante rural desencantado que empieza a ver con buenos ojos a Macarena Olona, no, fue una cuestión de listas, de cargos, de reparto del pastel y del dinero que se recaudaría. Una cuestión de la vieja política que se ha subsanado de la misma forma, como los partidos tradicionales, pero sin asumir culpas: Pablo Iglesias no da la cara, Ione Belarra e Irene Montero se esconden entre medidas en el Consejo de Ministros para capear el temporal y Yolanda Díaz, que abrazó fervientemente y durante el tiempo justo para que todas las cámaras captasen el momento a Inma Nieto en el real de la Feria de Sevilla, mostrando así sus preferencias y sus rencores con Podemos, ahora se desvincula de una guerra de egos de la que formó parte.

Esto ya no tiene que ver con el núcleo irradiador y la seducción que Íñigo Errejón lanzó a la mesa pública para desconcierto del público general. Ya no se debate sobre la capacidad de conseguir un target electoral más transversal sin perder a la guardia pretoriana de las esencias puras del movimiento. Como suele suceder cuando las cosas vienen mal dadas, cuando es el momento de tomar las decisiones importantes, todo se reduce a lo más bajo, lo pueril. Se abandona la estética y se busca la supervivencia. Andalucía ha sido el preludio de un movimiento, el de Yolanda, que empezó en el ferial de Sevilla en lo práctico y lo hará cuando acaben las elecciones en lo discursivo. Nadie se quiere hacer cargo del error, y, probablemente, este sea el peor de los errores. La Comunidad Valenciana y Madrid ya han hablado: no pasarán por un esperpento de características similares a lo vivido en esta última semana. “Mis más sinceras disculpas”, dijo una avergozada Inma Nieto en su presentación.