La hazaña de Pedro Sánchez en este 2023 que hoy termina fue impedir que España tuviera un vicepresidente del Gobierno de extrema derecha. El líder del Partido Popular Alberto Núñez Feijóo no dijo que nombraría vicepresidente a Santiago Abascal, pero tampoco dijo que no lo haría en caso de que ambos partidos sumaran los escaños suficientes. Serlo o no serlo estaba en manos de Abascal, que con toda seguridad no iba a repetir el error andaluz de 2018 de quedarse fuera del Gobierno, desde donde Juan Manuel Moreno y Elías Bendodo torearon durante casi cuatro años a un Vox que resultó ser mucho más mansurrón de lo que su bravía oratoria parecía prometer.

Difícilmente podría haberle negado Feijóo la entrada en el Gobierno a un Vox con 33 decisivos escaños. Truncar las aspiraciones ultras fue, claro está, obra de mucha más gente, no solo de Sánchez, pero la historia en el medio plazo y el periodismo en el corto suelen ser poco cuidadosos en la atribución de unos méritos que en realidad están mucho más repartidos de lo que historiadores y periodistas sancionan.

Amnistía omnipresente

Tras la hazaña del 23-J el semestre restante del año ha estado prácticamente monopolizado por la amnistía, que fue el precio exigido por Junts para hacer presidente a Sánchez. Lo bueno o malo que haya habido en la gestión del nuevo Gobierno apenas ha logrado hacerse hueco en los titulares, y ello a pesar de una gestión económica con resultados más que notables que, como es natural, la oposición y sus medios afines nunca mencionan. La amnistía es el sueño de Puigdemont en el que Sánchez quedó recluido el 23-J sin escapatoria posible. “Si estás atrapado en los sueños de otro estás jodido”, advertía Giles Deleuze. La amnistía es el sueño de Puigdemont, la pesadilla de Sánchez y el espantajo de Feijóo.

La aritmética electoral ha abocado a Pedro Sánchez a hacer suya la aspiración histórica no tanto del independentismo catalán como de esa mayoría social del Principado que reclama un trato político y financiero diferenciado del que se da a las comunidades de régimen común. No toda Cataluña es, ni mucho menos, independentista, pero casi toda ella es terca y genuinamente catalanista. Esquerra y una parte de Junts aspiran no tanto a la independencia, hoy por hoy inalcanzable, como a un pacto fiscal homologable al de los territorios forales; pero esa no es por ahora la opción mayoritaria en Cataluña, como no lo es la secesión. Sí es muy mayoritaria, en cambio, la opción del trato diferenciado a Cataluña dentro de una España federal.

El gran desafío

Lo problemático es que la realización del sueño catalanista exige el diseño y construcción de una arquitectura institucional, y aun constitucional, muy distinta a la actual. Tan distinta que resulta inviable sin el concurso o al menos el consentimiento del PP y de los García Page que, ya sea por convicción, ya por mera necesidad, lo secundan. Encajar el diferencialismo catalán en un Estado de fuerte tradición igualitarista es el gran desafío de esa España de la que todo el mundo habla pero nadie sabe qué es exactamente: la llamada España plural.

Le sucede a la España plural lo que ha venido sucediéndole a la Santísima Trinidad a lo largo de los siglos: que nadie ha sabido nunca a ciencia cierta qué diablos es. Dios está compuesto por tres personas que, siendo distintas, son inseparables, es uno y trino simultáneamente. España es una nación pero está compuesta al menos por cinco naciones, distintas pero inseparables; es una y quíntuple simultáneamente.

La España plural es la doctrina mayoritaria en las parroquias catalana y vasca, aunque muchos de sus fieles prefieren la denominación, teológicamente más atrevida, de ‘España plurinacional’, en contraste con la España unitaria, que es la fe mayoritaria en el resto del Estado, donde se prefiere la denominación de ‘España constitucional’, si bien no faltan adeptos hiperventilados que optan gustosos por el título de ‘España del Cid’. Para estos, los creyentes en la España plural son unos malditos herejes, mientras que para los pluralistas el unitarismo es una doctrina obsoleta y anticuada que no refleja la verdadera esencia del país. Cuando se discute sobre la patria siempre se acaba tropezando con el término 'esencia', que, por supuesto, nadie sabe tampoco qué diablos significa.

La pesada herencia del 23-J

La batalla electoral del 23-J no era en principio la de esas dos Españas, la unitaria contra la plural o la nacional contra la plurinacional, pero el ajustadísimo Congreso salido de aquella confrontación ha reformulado los términos de la batalla y redefinido el número, el perfil y aun la calidad de las armas de los protagonistas: antes de aquel día Abascal iba a serlo todo y finalmente no ha sido nada; Puigdemont no era nada y pasó a serlo todo; Sánchez era mucho y siguió siéndolo pero algo menos; Feijóo estaba seguro de dar el salto de Génova a la Moncloa, pero se quedó donde estaba: hubo salto, sí, pero no hacia delante sino en vertical, de manera que vino a caer en el mismo sitio donde estaba antes del 23-J.

Salvo la heroicidad de truncar el sueño gubernamental de Vox, la hoja de servicios de Sánchez en 2023 es incierta: no es que no haya nada escrito en ella, es que todo lo escrito está en el aire, pendiendo de un hilo que Puigdemont sostiene con una mano mientras con la otra exhibe unas tijeras que amenaza con utilizar si no obtiene lo prometido. Dados los muchos recursos y las no pocas resistencias que se encontrará en su camino, la amnistía tardará bastantes meses en materializarse. No así su alargada sombra, que ya ha acaparado casi todo el espacio público en 2023 y amenaza con seguir haciéndolo en 2024. En política, gestionar los sueños de otros es siempre una complicación y algunas veces un infierno. El 2024 de Pedro Sánchez transcurrirá seguramente entre ambos.