Ella siempre hacia muchas preguntas, pero nunca jamás daba respuestas. Es una de las primeras características que resalta la autora de su madre, Alice Kohlmann, más conocida como Litzy Friedmann. Porque Un capítulo de mi vida (Errata naturae) es una obra acerca de su madre, la mujer tras su notoriedad, esa que la madre calificaba como <<un capítulo de su vida>>. Me dio a luz, y ahora yo vuelvo a traerla al mundo como leyenda. Justo detrás de la verdad y muy pegada a la mentira, como era su credo. Pero también es una obra sobre la dificultad de encontrar respuestas precisas, cuando los recuerdos son tan difusos, cuando ciertas formas de actuar (y ser y actuar se confunden del modo más orgánico) son tan difíciles de discernir, o precisamente, alientan lo difuso como conveniente estrategia de camuflaje. La realidad resulta difusa en sí, enmarañada con las pantallas con las que nos presentamos, y en las que quizás nos escondamos, y por añadidura la mirada que evoca o intenta discernir tampoco está segura de qué es real o qué se proyecta, como la propia autora señala. No estoy seguro de si lo veo en la foto o lo proyecto en ella. Resulta revelador de la naturaleza de esta excelente inmersión en la propia memoria, que es a la vez intento de perfilar a su propia madre, que no se especifique de modo preciso a qué se refiere con ese capítulo de mi vida hasta ya la mitad de la narración. Como si la certeza fundamental fuera la constitución de la realidad o de la memoria como una partitura de esquirlas cuyos nexos resulta complicado o arduo determinar. Por eso, Barbara Honigmann plantea un trayecto narrativo más bien sinuoso, con derivaciones y saltos en el tiempo que sí parte de un momento decisivo, en 1963, pero desde otros ángulos, no desde el escenario principal, ese que convirtió en protagonista de los medios de comunicación a su madre. Hay algo de ese recorrido difuso y laberíntico en el recuerdo, con tantos vacíos como especulaciones que son esforzadas aproximaciones desde la memoria emocional, que caracteriza, con otras señas de estilo, la obra de Patrick Modiano.

 

Siempre que hablaba conmigo de ese <<capítulo de mi vida>>, lo hacía con una mezcla de relatos llenos de alusiones y muchos silencios por la que al mismo tiempo me hacía cómplice y me excluía de la historia. No era tanto que yo supiera o entendiera realmente algo de ese capítulo de su vida como que iba atando cabos de aquel mundo de imposturas, engaños y doble juego.

 

Esa forma de ser, o de actuar y urdir, es la que Barbara despieza. Por eso, reconoce, rehuyó contrastar con otros testimonios, o buscar la documentación que quizá precisara lo que resultaba tan escurridizo, como la misma forma de ser de su madre, ese tipo de persona que sabe reorientar las conversaciones para esquivar las preguntas que no quiere contestar, o que habla mucho aunque más bien como una cortina de humo que elude lo que no quiere contar. Esa mezcla de dualidad y aproximación, de mentira cercana a la verdad, reaparece en otros detalles de su vida, ya que, además de los distintos nombres, hay fechas fluctuantes, incluso entre las fijas, su fecha de nacimiento y la de defunción. Su madre era una creadora de apariencias, en las que se camuflaba e inventaba, como un remolino que podía ser cautivador, pero siempre impreciso, elusivo. Sabía como tejer sobre los vacíos urdimbres que no eran sino fortificaciones convenientes. O quizá una forma de disimular las contradicciones sustanciales. ¿Quién es aquella que ante todo se siente como una artífice de apariencias y personalidades diversas?. Los rituales del recuerdo no hacían más que turbarla. Movediza, parecía establecer muros alrededor de ella, como si el mismo pasado fuera una brecha que tapiar. Se mudaba con frecuencia, pero no quería transitar su pasado. Era un presente desconcertante, como si neutralizara cualquier brújula.

 

Sin duda, mi madre habría querido ser modista o decoradora, o, en estrecha relación con ello, interiorista, porque diseñar, decorar, medir, dibujar, reubicar y, por tanto, también mudarse era su auténtica pasión; empezar de nuevo y reorganizar, hacer surgir una forma de la nada, dejarlo todo atrás, recomenzar de nuevo. Y es que la forma surge del vacío, y por eso el vacío es lo más importante y hermoso en un espacio.

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Pero ¿en qué leyenda se convirtió?¿En qué escenario fue encapsulada con los atributos de un personaje?. Le atribuían una y otra vez el papel de seductora, de la fogosa judía que había iniciado al timorato licenciado en Cambridge en el amor y el comunismo. Su protagonismo escénico saltó al primer plano cuando Kim Philby, considerado el espía más célebre del siglo XX, desveló en 1963, tras fugarse a Moscú, su condición, desde inicios de los cuarenta, de topo en el Servicio de inteligencia británico, en el que ocupaba un alto cargo, que suministraba información al Servicio de inteligencia ruso, que lo había reclutado en los primeros años de la década de los treinta. Fue entonces, en Viena, mientras ayudaba a judíos a abandonar Alemania, cuando concoió a Litzy Friedmann, con quien se casó, se dice que por conveniencia, para que ella se trasladara a Inglaterra. Pero se consideraba, o así se imprimió como leyenda, que ella había sido la inductora en su conversión a agente doble.

 

A mi madre le dolía ver aireada y desmenuzada en público hasta en sus últimos detalles la historia de amor y la historia de un matrimonio con Kim, mientras éste no había vuelto a dar jamás señales de vida. Este deseo, y la decepción ante un final tan mudo, los percibía yo en el modo en que de vez en cuando, como un ataque de prolijidad, hablaba de él y de lo que les había unido, así como en el modo que pronunciaba su nombre. Un nombre y una historia venidos de una época muy lejana que ahora quedaban entretejidos de recuerdo, en la narración íntima de esos recuerdos, y por último en las sombras de los recuerdos, hasta que un buen día el pasado reapareció de pronto en el presente irreal de libros y periódicos, después de que el 23 de enero de 1963, Harold Adrian Russell Philby, viniendo de Beirut cruzara la frontera de la Unión Soviética, y de que, un mes más tarde, se confirmara de forma oficial su fuga a Moscu.

 

Pero, sobre todo, y de ahí esa construcción narrativa no lineal, casi en forma de pétalos de una flor (como la metáfora utilizada en una magnífica obra sobre espías, Topaz, 1969, de Alfred Hitchcock) qué hay de real y qué es inventado. Si alguien resulta tan elusiva, cómo puedes saber cómo era. La difuminación de los límites de realidad o ficción es otra de las cuestiones que Honigmann plantea como ángulo o reflejo fundamental. A la autora le costaba encajar aquellos relatos de determinación y situaciones extraordinarias con la conducta medrosa que estaba acostumbrada a ver en su madre. Cuando mi madre hablaba alguna vez de mensajes cifrados, personas de contacto, encuentros secretos en lugares siempre cambiantes, contraseñas y documentos tragados, sonaba por completo a una novela de espías, y el hecho es que aquel <capítulo de mi vida>> era una novela de espías, o al menos un fragmento de novela. ¿En qué medida la realidad se puede asemejar en sí misma a una ficción?Aún más ¿En qué medida los relatos sobre determinados hechos pueden divergir según lo que convenga a cada uno de los que evoca, más allá de las imprecisiones de los mismos recuerdos?. Con respecto a las experiencias durante la guerra civil española, ¿cuál de los relatos, el de su madre o el de Philby se ajustaba más a lo real? Puede que ya no les mereciera la pena recordarlo con exactitud, puede que uno de ellos mintiera a sabiendas, o que ambos deformaran el pasado al recordarlo, Pero también es posible que, al final, hasta los mayores secretos del servicio secreto se vuelvan tan vacuos y anodinos que ya no tenga sentido conservarlos con exactitud en la memoria.

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Por eso, la narración resulta un apasionante trayecto especulativo entre impresiones e interrogantes, con esa figura difusa y escurridiza como pantalla que resulta difícil de perfilar, pero que, quizá por eso mismo, revele tanto de un escenario socio político que se extendió durante décadas. Para la autora, tras su muerte, más que la posibilidad de una revelación sobre su madre, supone un reajuste esta ceremonia narrativa de evocación y reflexión. Las piezas siguen dislocadas, y las interrogantes persisten, pero quizá esa fractura defina a ese escenario que tanto tenía de ficción aunque tanto dolor y pesadumbre generara. En su madre quizá lo evidente eran sus contradicciones, o esa misma actitud elusiva, en cuanto que no quería mirar de frente. No quería asumir que sus decisiones se habían sostenido sobre ficciones (abstracciones), y por ello no podía asumir tanto los horrores que habían causado como el fracaso de esa abstracción. Traicionó a su amada Inglaterra por el régimen de un país lejano que no conocía más que de oídas, de cuyas atrocidades no quería saber nada, que nunca pisó y de cuyos habitantes apenas había llegado a ver alguno, a diferencia de los ingleses, entre los que vivió durante años, y cuya cortesía, sensatez y sentido del humor no se cansaba de alabar. Prefería esconderse entre diseños de fantasías, o vacíos que más bien eludían lo que no quería rellenar con las evidencias. Esta es una obra que habla, o interroga, con lúcida elocuencia, sobre esos vacíos y esos diseños, sobre lo que se niega y lo que se maquilla, sobre esa forma de convertir a la realidad en una ficción y sobre esa otra movediza ficción, o mudanza de la mirada, que elude la confrontación con lo real, o con el rastro de heridas que dejan las ficciones, o configuraciones de realidades escénicas, en lo real.