Miguel regresa a su Pontevedra natal en busca de exteriores para una película que rodará otro. Más que alguien que vuelve a un lugar conocido, parece un vagabundo que pulula por un espacio irreconocible, casi hostil. Durante los días, Miguel se reencuentra con el paisaje, con las ruinas, con los rostros de amigos y de conocidos, también de extraños. La interactuación entre Miguel y el entorno es conflictiva, está llena de extrañeza. Y todo viene, en verdad, de su interior.
Las altas presiones, segundo largometraje de Ángel Santos, es una de las revelaciones del último cine español, una película que es mucho más que lo que pueda parecer a primera vista. De hecho, el primer elemento a destacar, consiste precisamente en que Santos ha sido capaz de realizar una película de aspecto liviano, casi transparente, en la que apenas parece suceder algo; y, en realidad, está sucediendo todo. Al modo de una road movie más mental que física, Las altas presiones nos ofrece un viaje tanto interno como físico (y quizá incluso imaginario, como descubrimos al final) alrededor de un personaje desubicado. Un viaje en busca de la identidad, de intentar identificarse con los paisajes, con los rostros y cuerpos que encuentra en su regreso. Para ello, Santos elabora una puesta en escena elegante, directa y sencilla en la que, como ocurre pocas veces en nuestro cine, un movimiento de cámara significa algo, por sí mismo como por contraste con la quietud de otros planos. Un trabajo visual que transmite a la perfección ese viaje interior, esa búsqueda.
Miguel, fuera de lugar tanto delante como detrás de la cámara, parece un fantasma que deambula por un presente en el que no encuentra un su lugar mientras, en su mirada al pasado, no reconoce de dónde viene. Las altas presiones muestra que viajar al pasado para cambiar las cosas es imposible, pero sí que se puede mirar hacia delante para hacer algo diferente, para que el futuro personal sea distinto. Y, a su alrededor, un momento de crisis, de derrumbe, en el que Miguel constata que está tan lejos de las nuevas generaciones como de la suya propia, una vez más, sin tener claro dónde pertenece. Su enfrentamiento interno y personal, lleno de rabia contenida a punto de estallar, procede de su imposibilidad de conectar. Con los demás, con el paisaje, con su condición de clase obrera, con, posiblemente, su deseo de estar creando su propio cine. Santos no es condescendiente con Miguel, situándose a cierta distancia del personaje para poder mostrarle con claridad, también con una buena dosis de carga crítica e, incluso, con un aliento irónico que es de agradecer. Y utiliza el cine, tanto dentro de la ficción como a través de la puesta en escena, para reflexionar sobre el alcance del cine, de la cámara, como vehículo para la narración, para aprehender aquello que sucede en la realidad.
Las altas presiones no es una película derrotista ni pesimista, tampoco excesivamente optimista. Podríamos decir que se encuentra en la justa medida para mirar a un presente gris pero siempre con posibilidad de cambio, de mejora. Santos no pretende crear un relato generacional, sino más bien individual a partir del cual gravita un estado de ánimo que se desplaza hacia lo físico, lo interno, lo climático. Todo concentrado en unas imágenes que atrapan una realidad convertida en un estado de ánimo, tan físico como intangible en una perfecta relación que Santos traduce mediante ese trabajo visual en el que cuenta tanto aquello que se ve como aquello que se sugiere. Lo visible y el vacío.
En su regreso a Pontevedra, Miguel recupera relaciones pasadas, como con Paula (Diana Gómez), constatando lo que pudo ser y no fue; pero también encuentra a Alicia (Itsaso Arana), quien le muestra lo que puede ser. Y en medio, entre el pasado y el futuro, un presente en el que se mueve torpemente, dubitativo, sin saber si estar quieto o en movimiento, reculando constantemente hacia un interior del que no es capaz, al menos en apariencia, abandonar. Sus dudas sobre su identidad, sobre el lugar al que pertenece, a lo que se debe añadir un contexto social y anímico de desconcierto, convierten a Miguel en un viajero en el tiempo perdido en su desconcierto, llevando a cabo un viaje obsesivo que gira alrededor de sí mismo en busca de convertirse en un personaje de una road movie, es decir, de poder moverse en línea recta y, en el transcurso del recorrido, haber cambiado. Santos deja el final lo suficientemente abierto para la esperanza. El perfecto final para una película diferente y personal.