Esa fue la pregunta que me hice al terminar de releer el libro Mil días en la montaña, de Ignacio Castro Rey. Luego de la primera edición que de esta obra salió en 2016, tuve la necesidad de volverme a acercar a sus páginas, a su viaje, en un 2019 donde el ruido ya nos ha convertido en enfermos crónicos de su pesadilla.

Libros de Fronterad publica la segunda edición de un libro necesario, tremendamente importante para interrogar nuestro rol en este escenario sin público. Y si bien nunca se lo he preguntado, imagino que para asumir esta experiencia Ignacio Castro Rey tuvo que haberse sentido como un actor condenado a gritar en un estadio vacío. ¿Y qué somos hoy sino monologuistas sin espectadores?

Cubierta. Mil días en la montaña.

Podría pensarse que Ignacio Castro Rey se refugió en la cabaña de Roxe de Sebes para huir de todo aquello que se le había desgastado. Como lector me gusta sentir que aquella fue la respuesta que se dio a sí mismo, así como otros tuvieron necesidad de expresar sus respuestas en movidas o movimientos. La fuga puede ser un acto urgente para quien no está dispuesto a que otros administren su libertad. En el prólogo a la primera edición, Castro Rey decía que “Uno se sintió obligado a desaparecer y tomar distancias, retrocediendo en el tiempo hasta que el mapa fuese mudo y se borrase cualquier asistencia externa, igual que en un tiempo sin edad”. Treinta años después de la experiencia en la montaña, el autor (a quien a partir de ahora llamaré el fugitivo) escribe en el prólogo a la segunda edición que “Entretanto se comprueba que, bajo nuestra decadencia a fuego lento, jamás se ha dado una humanidad que odie tanto la tierra. El signo de esta penosa mutación antropológica en el Primer Mundo no es tanto que los jabalíes bajen de la montaña a buscar basura en las afueras urbanas como que suba la visibilidad de nuestras mascotas, dignos representantes de la catatonia caprichosa que nos invade”. En ambos prólogos se percibe que la montaña sigue presente en el fugitivo como una mirada todopoderosa que interroga nuestro entramado social en uno y otro tiempo.

Mil días en la montaña es un libro que escapa a todas las redes (de pesca y virtuales) que hoy nos fragmentan.

Lejos de los manuales de supervivencia y de las experiencias naturalistas de agendas televisivas, la obra podría ser el resultado del terremoto interior de cualquier persona. Quizá la montaña sea el lugar geográfico necesario, pero también es posible que sea el espacio inmaterial que nos han robado. El paraíso que nos venden como utopía cuando en realidad solo nos lo han arrebatado de la mirada.

“El destino quiso, ironía de las cosas, que mi padre muriese cuando yo estaba muy cerca de reconciliarme totalmente con él y preparado para volver al mundo. Esa muerte, que me desgarró, confirmó el regreso al claroscuro de la vida corriente. A los hijos únicos (y hoy casi todos lo somos) nos cuesta ser parte de algo, ser solamente una parte, compartir”. Tiene esta obra la particularidad de ser un libro vivo, como le pedía Virginia Woolf a “las buenas novelas”. Hecho que se agradece en un ciclo cargado de libros carentes de vida.

Es un libro vivo, como pedía Virginia Woolf a "las buenas novelas"

Abrir el libro y encontrarse con ideas que viven sueltas como chispas de la experiencia: Llenando un momento de mágico desorden, una espesura de copas se mece en la brisaSeptiembre entra con lluvia fría. La mantequilla se endurece en la ventanaLas sombras del mediodía desvelan caras gigantes en la pared rocosa. Mudos guardianes de la montañaLa bonanza del tiempo prolonga la agonía del otoño en la enramada… La familia, los amigos, las ciudades. Realidades que habitan en la memoria del fugitivo y a las que se acerca solo a través de sensaciones. Árboles, pájaros, tiempo, duración, aire, tierra, fuego, agua. Vínculos directos que acompañan la experiencia. Bajar de la montaña con el oído dispuesto a interpretar los otros sonidos, los que surgen discretamente en medio del ruido que nos fabrican. Bajar de la montaña no como un veterano de guerra, a quien le han obstruido el acceso a la belleza, sino como un necesitado de nuevas posibilidades.

“Sin la coacción de la actualidad informativa, enemiga mortal de la presencia cruda de las cosas, lo mítico vinculaba aquel lugar a cualquier otro”, dice el fugitivo en la página 102 de su testimonio, mientras sale de la aldea en dirección a otro lugar provisional de su ruta.