Tomaz Pandur, uno de los directores más vanguardistas de la escena española, ha muerto esta mañana durante un ensayo, según fuentes del Festival de Mérida. Aquí, la crítica que hicimos de Fausto, que el año pasado estrenó en el Teatro Valle Inclán de Madrid.

Mega producción. Teatro con altos porcentajes de videoarte y performance. Estética sofisticada, plástica y onírica. Dramaturgia medida al milímetro, y a veces escultórica. Ausencia de color. Atemporalidad. Olor. Todo, para componer una mirada personal y analítica –y, para algunos, subversiva- en torno a una obra magna de la Historia del Literatura. Es Tomaz Pandur en todo su esplendor. Son los inconfundibles rasgos del “Teatro del Tercer Milenio” de este dramaturgo esloveno, que para muchos ya merece pasar a la historia. Es una espléndida versión de Fausto.

Goethe no concibió esta obra, esta inabarcable poesía dramática a la que consagró tantos años e intelecto (de 1772 a 1808 escribió la primera parte, y entre 1808 y 1828, la segunda), para que se representase en un teatro convencional, como los de su época, la época bisagra entre la Ilustración y el Romanticismo, cuando la burguesía comenzaba a aficionarse a las tablas. Expresó el célebre autor alemán, director de escena durante veintiséis años en la República de Weimar, en Wilhelm Meister, la novela en la que seguía los pasos de un joven empeñado en cumplir su vocación teatral, que si hay un arte que permite transmitir a las multitudes conceptos elevados de una manera poética –un interés, este, heredado de la Ilustración-, ese arte es el teatro. Y de manera rompedora pensó, al fraguar Fausto, que cuanto más nutridas de gente estuviesen esas multitudes, mejor sería para todos.

Así, las escenas de Fausto piden representarse en grandes espacios. Naves industriales de las de ahora estarían bien, o incluso podría montarse la pieza al aire libre. Aunque tal vez lo más adecuado para el texto sea una iglesia. No solo por una cuestión espacial, también por su contenido. El teatro y la ópera son formatos herederos de los dramas litúrgicos y los autos sacramentales, y a éstos evoca Fausto, al menos en buena medida. No en vano, en la obra se habla del bien y el mal, de ciencia y fe, de dios y Mefistófeles (el demonio en el folclore alemán). Fausto es el racionalismo de la Ilustración y la exaltación del Romanticismo. Es un hombre erudito y científico, pero también el artista total, obsesionado con la obra perfecta. Aúna todas las contradicciones del ser humano, y ve, al cabo de su sabiduría, que el conocimiento ya no le hace vibrar, y que no acumula tantas certezas como le gustaría. Así que vende su alma al diablo para sentir felicidad, para tocar el cielo al menos un momento, en el que poder exclamar, claro, aquello de “detente, instante, eres tan bello…”.

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Pandur es consciente de todo esto. Y de la misma manera que en La Caída de los dioses, que estrenó en 2011, nos ofrecía un montaje con una estética 100% cinematográfica, en su Fausto nos presenta una escenografía que, aunque es fiel a los mencionados rasgos constantes en este director, crea una atmósfera, por así decirlo, sagrada, que intenta emular el sobrecogimiento que provoca un templo religioso. La escena es amplia, ambigua, fría, desnuda, con algo de industrial. Es oscura, y tiene tonos grises, negros y rojos, los colores dominantes en los montajes de Pandur. Se alimenta el clima religioso poniendo al personaje de Dios, que encarna Emilio Gavira, ya un habitual en los repartos del director esloveno, a encender incienso a cada rato, o con una escena en la que se practica una crucifxión. Y en medio de esa escena, Pandur hace metateatro. Ya lo hizo en su Medea, en su Hamlet, en su Calígula o en su Barroco, representando y analizando al mismo tiempo, en un dos en uno escénico, grandes obras, que tratan algunos de esos temas universales que se plantean los hombres de cualquier época. Los que más seducen a Pandur son la soledad, la incomunicación o el multiculturalismo.

Fausto es un mito del teatro, al igual que Don Juan. Goethe lo inspiró en un personaje medieval, pero su creación se ha acabado convirtiendo en un icono. Influyó a Flaubert para escribir La tentación de San Antonio, suele compararse la metamorfosis de Fausto con la de Gregorio Samsa, y el protagonista matemático que se da un tiempo a sí mismo en El hombre sin atributos de Musil es una especie de Fausto trasladado a los años cuarenta. De Fausto suele representarse solo la primera parte debido a su magnitud, y en España se ha puesto en pie pocas veces, con excepciones como la del dramaturgo Loepelmann, que presentó una versión libre en un ciclo sobre teatro alemán que dirigió José Luis Gómez a finales de los noventa.

Pero Pandur se atreve a sumergirse y sumergirnos en el misterioso Fausto, de cuyo estudio no se han extraído conclusiones unívocas. Para ello, combina pasajes textuales de la obra original con momentos en los que se analiza el significado del texto. El dramaturgo echa mano de Murnau, de Marlowe o de pintores alemanes, mostrando sus creaciones, y con ellas, la influencia que la obra magna de Goethe ha vertido en todas las artes. No ubica su versión en una época definida, recordándonos así que la insatisfacción y los dilemas existenciales del protagonista no nos son ajenos, no tienen fecha de caducidad, y también nosotros nos vendemos, en cierta manera, al diablo. Roberto Enríquez, que ya había colaborado con Pandur en El Infierno de Dante, interpreta a Fausto, beneficiándose de su voz grave, teatral, en una correcta interpretación del personaje. Se enfrenta a un diablo que en el montaje simboliza la familia, con todo lo que ésta conlleva (el peso de la tradición, las complejas relaciones entre sus miembros). Una familia que interpretan Víctor Clavijo en el papel de Mefistófenes, propietario de otra beneficiosa voz grave, y también correcto en su labor; Ana Wagener como su esposa; y un Pablo Rivero (que también repite a las órdenes de Pandur) y una Marina Salas que no terminan de conferir a sus personajes la fuerza que requieren, si bien, puesto que en los montajes del esloveno los silencios pesan casi tanto como las palabras, sí cumplen bien su misión en los momentos en que permanecen inmóviles en escena, conformando, con sus compañeros de reparto, pasajes escenográficos poéticos y casi escultóricos, muy sello de la factoría Pandur.

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Los toques oníricos y simbólicos en los que el director suele enfundar sus montajes (en esta ocasión, con globos rojos o cubos de agua), acentúan los pasajes fantasmagóricos que se suceden, a la manera de La Divina Comedia de Dante, en la segunda parte del Fausto de Goethe. Un acertado vestuario de estética punk, gran diseño de Felype de Lima, también subraya el carácter oscuro, metafísico y carismático de este drama romántico. Un fantástico grupo de cantantes de ópera funciona como el coro del original de la obra de Goethe. Un ágil y bien trabado juego de elementos de decorado nos va llevando, a instancia de Mefistófenes, por los parajes que recorre Fausto, que realiza una travesía inversa a la de Ulises, todo se presenta ante él, en lugar de salir a buscarlo.

El Fausto de Goethe conjura poderes sobrenaturales, aborda el bien y el mal, y las preguntas básicas del hombre: quién soy, qué hago aquí. El Fausto de Pandur desnuda ese Fausto primigenio, creando, con su escenografía y su dramaturgia (los puntos fuertes del montaje, los puntos fuertes de Pandur) una atmósfera misteriosa, ceremonial, acentuando la herencia que tiene este texto de los dramas sacramentales. Una excelente oportunidad de revisar el clásico de Goethe.