Este segundo título de la colección es Paseos por Londres, de Virginia Woolf. Una guía londinense, deliciosamente editada, que reúne varias crónicas sobre la capital británica que la autora inglesa escribió para una revista de su época, y tres relatos que ambientó en ella. Además, se adereza con espléndidas ilustraciones y fotografías y un prólogo de Laura Freixas. La célebre escritora británica nos pasea, en estas líneas, por espacios londinenses como la Catedral de St. Paul, la Abadía de Westminster, el muelle, el Parlamento o las casas donde vivieron escritores como Dickens o Keats. Qué mejor guía turística que la que sale de una pluma tan mítica.

 

La literatura de viaje no es rara avis en la obra de Virginia Woolf. Escribió novelas y crónicas de las ciudades que visitó por todo el mundo. En otro libro, Viajes y viajeros, se compilan algunas de esas crónicas, tres de las cuales, por cierto, se refieren a España. Y Londres fue mucho más que su lugar de residencia y el espacio donde se ambientaron varias de sus ficciones: fue un personaje más de ellas. A veces, como protagonista, como en Londres, de la misma manera que en Manhattan Transfer, de Dos Passos, lo era la ciudad que da nombre al título. Y a veces, como secundario, como Dublín lo era en el Ulises de Joyce, y como Londres lo es en Mrs. Dalloway, de la autora que nos ocupa, que contiene esa espléndida imagen de la protagonista echando un vistazo a los escaparates en pleno bullicio de Oxford Street.

 

 

Virginia Woolf, la autora inglesa más importante de todos los tiempos, a la que alguien comparó con un pez melancólico encerrado en una pecera, icono del feminismo y la libertad de pensamiento, y que cambió la manera de narrar con su transgresora literatura, nos ha deleitado con varias novelas, crónicas y relatos sobre su ciudad, como los que presenta Paseos por Londres. Más que a un análisis sociológico a lo Dickens, su retrato londinense se acerca al de Henry James: nos ofrece una visión impresionista de Londres, un fresco de escenas cotidianas, detallistas, con su prosa poética y un humor muy british, que ironiza contra la aristocracia y refuerza el compromiso con el librepensamiento de la autora. Como muchos otros miembros del llamado Grupo Bloomsbury, al que perteneció junto con su marido, y como dejó claro en su incendiario artículo Modern Fiction, que publicó en The Times en 1919 y cargaba contra el realismo que entonces dominaba la narrativa, en sus novelas quería reflejar la realidad para descifrar, a partir de ella, la psique del individuo, los pensamientos y las preocupaciones que acechaban al hombre de su época; una meta que coronó insuperablemente en Mrs. Dalloway. Quería, también experimentar con la forma, desestructurando el estilo clásico en formatos nuevos, experimentales; algo que bordó con Las olas.

 

 

La de Virginia Woolf es, por otro lado, una de esas literaturas íntimamente conectadas e influidas por la vida personal del escritor. Aunque la educaron en casa (por ser chica), desde muy pronto se sintió seducida por la cultura y la inmensa biblioteca de su padre, que fue director del Diccionario Biográfico Nacional; una seducción que le duraría para siempre. Virginia, a quien sus hermanos bautizaron como "la Cabra", posiblemente porque ya en la infancia comenzó a manifestarse su trastorno bipolar, también recibió innatos los dones del humor y la inteligencia. El Londres postvictoriano fue, como hemos dicho, su hábitat, y lo exploró en sus escritos, pero los retiros familiares a la población costera de St. Ives, en Cornwall, que evocaría en Al faro, también la hicieron amar y perseguir la calma.

 

 

Tras fallecer sus padres, se mudó al barrio bohemio de Bloomsbury con sus hermanos y hermanastros. Uno de ellos, Thoby, la introdujo en una especie de sociedad conformada sobre todo por estudiantes de Cambridge, y que terminaría conociéndose como el famoso Grupo de Bloomsbury, determinante en las modas culturales inglesas del primer tercio del siglo XX. En el grupo, Virginia conocería a su marido, Leonard Woolf, y una vez casada, la pareja se convirtió en anfitriona, en su casa del número 46 de Gordon Square, de aquella panda ilustrada, que incluía a los filósofos Bertrand Russell y Ludwig Wittgenstein, al crítico de arte Clive Bell (que se casaría con la hermana de Virginia, Vanessa), al economista John Maynard Keynes, al novelista E. M. Forster, a la pintora Dora Carrington… A todo esto, Virginia desplegaba su rebeldía: fumaba, llevaba pantalones, era sufragista y pedía la independencia económica de la mujer, motivo de su obra cumbre Una habitación propia.

 

 

Según se desprende de los diarios de la autora, la mayor parte de los treinta años que duró el matrimonio con Leonard, hasta el suicidio de ella, fueron felices. Leonard fue un marido abnegado, que soportó estoicamente el trastorno mental de su esposa. Y eso a pesar de que la unión matrimonial fue básicamente artística, intelectual, sin relaciones íntimas por deseo expreso de Virginia, cuya sexualidad era problemática, según se dice, a raíz de que alguno de sus hermanastros abusara de ella en su juventud. Eso sí, puesto que los Bloomsbory eran contrarios a la exclusividad marital, no tuvo reparos en tener relaciones extramatrimoniales con mujeres. Se puede interpretar como símbolo de esa unión principalmente amistosa e intelectual con Leonard la editorial que crearon los Woolf, Hogarth Press, para publicar, en tiradas que aún hoy serían propias de best sellers, los exitosos textos de Virginia, además de los de otros colegas de Bloomsbory. Las portadas eran, casi siempres obra de su hermana Vanessa.

 

 

A lo largo de su vida, Virginia Woolf tuvo dos intentos de suicidio. Un trastorno bipolar la atormentaba, conduciéndola, por temporadas, al manicomio. Un trastorno que se acentuaba en épocas trágicas como las de los respectivos fallecimientos de sus padres. Como se sabe, Virginia Woolf se suicidó en 1941 arrojándose a un río. Pasó a engrosar, así, la nómina de escritores como Larra o Alfonsina Storni que ven el legado de su obra eclipsado por la historia de sus desequilibrios mentales y su trágico final. Virginia le dejó una carta a Leonard de la que se deduce que lo peor para ella, lo que la empujó a quitarse la vida, no fue que se avecinara otra de sus crisis. Fue que, esta vez, las voces que oía en el interior de su cabeza le impedían asirse a su tabla de salvación: la escritura.