Inmersión (2011), del británico J.M Ledgard no comienza con la perspectiva desde el interior del océano, que es la mirada añorada y, a la vez, la otra mirada, como sí su sugerente adaptación cinematográfica, dirigida por Wim Wenders, sino con la perspectiva desde el confinamiento en las sombras. La estructura, fragmentada, por su saltos temporales, alterna la perspectiva de aquellos que, por un breve lapso de tiempo se encontraron y amaron en un hotel a la orilla del océano Atlántico, James, el espía británico, cautivo de los yidahistas, en Somalia, y Danny, la biomatemática cuyo propósito es sumergirse con un pequeño submarino, en las aguas de Groenlandia, hasta la última capa del mar, la zona hadal.  Uno desespera porque teme por su vida, y la otra busca nuevas formas de generar vida. Uno resiste y sostiene su esperanza de vivir en la añoranza de esa conexión, o inmersión emocional, y la otra desespera porque teme que el silencio en la comunicación implique que él ya no la corresponde, que ya no desea sumergirse en ella. Ambos sintieron, en la misma medida, esa conexión excepcional que difumina cualquier aparente divergencia: Ambos entendían el tiempo y el espacio de maneras distintas. Él trabajaba en la superficie, en el exterior del mundo. Para él, todo fluctuaba. Ordenaba a agentes que se infiltrasen en las mezquitas de Somalia y de la costa de Zanguebar. Se ocupaba de los callejones de las creencias, de dispositivos incendiarios; de los meses, las semanas, los días; de las horas indelebles. Para ella, una era duraba un segundo. Le interesaba la base de la columna de agua salada y corrosiva, y a través de las matemáticas delimitaba otros mundos vivientes de dimensiones continentales que llevaban cientos de millones de años existiendo en la oscuridad.

Resulta interesante contrastar novela y adaptación, por la sintonía sustancial, y por las singularidades, sea las aportaciones del guión (la secuencia en el museo, con la pintura de Friedrich, mientras que en la novela son otras las pinturas que adquieren relevancia; o el bunker caído), o sea, en la novela, su estructura en párrafos breves. Mientras que en la película la alternancia se puntúa desde un principio, la novela se vertebra de modo más manifiesto, pues parte de su circunstancia y perspectiva, a través del hombre que carece y sufre, un inglés sin sombra donde refugiarse, retenido por enemigos cuyas vidas no alcanzaba a comprender, como esos personajes que aparecen en los dibujos animados sin contexto alguno. Armados hasta los dientes para reivindicar una importancia en la historia que él no era capaz de descifrar. Por lo tanto, para él, la oscuridad es doble. No logra intervenir fructíferamente en la realidad conflictiva, pues esa es su aspiración primordial de renovación, para dotarla de luz, de mejora, pero tampoco logra enfocar, comprender plenamente,a quienes considera interferencia o perturbación en la consecución de la armonía: ¿no es esa dificultad de comprensión condicionante para que de hecho no sea factible?. No es una cuestión de quien detenta la verdad, sino de comprensión y conciliación entre perspectivas que parecen enquistarse en sus posicionamientos, por tanto en la oscuridad de su ombliguismo e insuficiente discernimiento (obturado en un ángulo ciego). La otra perspectiva es igual de ajena: Era un espía desafortunado, atado a un grupo de hombres y niños que querían convertirlo, o asesinarlo. No tenían noción alguna del lugar de donde él provenía, qué tenia en la cabeza, qué recordaba de su país. Recuerdos como los de Sasoon: un árbol, un paso para saltar una verja, un seto, las esquirlas de sílex en la arcilla de los campos de Yorkshire. O, sino, los recuerdos de todo lo demás, sin artificio, la neblina de la vida en la ciudad, de las amistades, los rostros, la sucesión de ruidos y colores de una fiesta en Fulham. Por eso, la relación sentimental adquiere esa condición simbólica de apertura de perspectiva y armónico logro de conciliación. Para James, ella era distinta. El espacio entre los lugares desaparecía, había personas atravesando el cielo en cabinas presurizadas, pero ella estaba abriendo camino hacia otro mundo en el interior del mundo. 

La novela forja su paradójico equilibrio en una fractura que es añoranza y anhelo de armonía, y convierte la escritura en un deslizamiento o flujo, con una vibrante capacidad sensorial para reflejar la concreción, que se empapa progresivamente de una sugerente condición abstracta, alegórica: El hombre apenas había tenido tiempo de respirar desde la Edad de Piedra y, sin embargo, alteraba el curso de los ríos, excavaba montañas y desechaba materiales que los futuros geólogos sabrían identificar con facilidad. El antropoceno: una era geológica marcada por el plástico. En la narración se amplifica, como las ondas concéntricas en el agua, la interrogante implícita de cuál es nuestra relación con nuestro entorno, nuestro planeta, y con su reflejo en otra escala, con los otros, con los congéneres con los que resulta necesaria la construcción de un conjunto social armónico, y la inmersión, la comprensión empática del otro, de su perspectiva. Las interrogantes se multiplican sin necesidad de exponerlas directamente, sino a través de la sensorialidad de la escritura, y las metáforas sutilmente integradas en la coreografía de emociones: ¿Cuál es el confinamiento en que nos hemos recluido nosotros mismos? ¿En qué medida somos capaces de comprender al otro?¿La oscuridad está sólo en su lugar, en la posición de ese otro que no logramos, o no queremos, enfocar como un reflejo de nosotros?¿Por qué generamos tanta oscuridad a través de nuestros actos, de nuestras rivalidades y violencia que suele adquirir tal cariz punitivo? ¿Hasta dónde debemos sumergirnos en nosotros mismos para dotarnos de una luz que oxigene nuestras perspectivas oscurecidas por los confines de nuestras restricciones o cuadrículas de mirada? Los seres humanos estaban entre dos mundos, eran seres intermedios que no sabían donde moraba la luz ni cuál era el lugar de la oscuridad.