Vaya por delante que estamos ante un libro prácticamente imposible de reseñar, de condensar en unas pocas líneas, de explicar de qué trata o qué sendas sigue. Lo único que deberíamos intentar es convencer al lector para que no se lo pierda sin destriparlo.


Imaginen que alguien graba un montón de conversaciones y las transcribe sin aclarar quién está hablando en cada caso, sin darnos pautas ni acotaciones. Imaginen que alguien copia y pega los larguísimos debates que surgen de los muros de Facebook, pero suprime la identidad de los internautas. Imaginen que tuvieran que oír (sin ver) las películas más raras de David Lynch, aquellas que están plagadas de enigmas y misterios sin resolver y preguntas que admiten numerosas respuestas y que el propio cineasta no ofrecerá, ni en las entrevistas ni en sus propios libros. En todos estos casos uno acabaría perdido, pero al mismo tiempo leería o escucharía ese material con fascinación, deslumbrado por las múltiples posibilidades del lenguaje, por la musicalidad de lo que se dice aunque a veces sea imperfecto (Evan Dara, como Robert Coover o William Gaddis, ostenta una habilidad superior para capturar el habla, ya sea culta o popular, científica o empresarial), aunque las frases del hablante contengan errores.


Rebeca García Nieto, en su texto para Estado Crítico, ha mencionado con acierto a Ulises: Evan Dara y James Joyce, es cierto, tienen el mismo oído para atrapar el lenguaje oral. Pero a mí este libro también me ha recordado, sobre todo a posteriori, a La conversación, el magistral filme de Francis Ford Coppola donde Gene Hackman grababa una charla entre un hombre y una mujer y se volvía loco tratando de descifrar el sentido de cada oración, por qué cada uno decía lo que decía y con qué intenciones. El cuaderno perdido es, en gran parte, eso mismo, multiplicado por diez. Igual que el protagonista de Coppola, Dara captura la distorsión, el ruido, lo que está disperso…


Una de las dos citas de apertura del volumen refleja con exactitud el sentido de la novela, y pertenece a Tito Andrónico: Dejadme que os enseñe a recoger / Este trigo esparcido en un mismo haz, / Estos miembros rotos en un solo cuerpo. Decíamos antes que parece como si el autor hubiera grabado o copiado las voces de la calle o los debates de las redes sociales, pero él va un paso más allá: porque inventa, porque lo suyo es ficción y no mera recopilación de diálogos.


Mi consejo es que el lector la empiece y se deje llevar por la prosa, por las ramificaciones de sus historias, por sus infinitas posibilidades. Pronto estará embrujado. En parte, también, gracias a la inconmensurable labor de José Luis Amores en la traducción.