Por una vez al cronista no le queda más opción que incluirse a sí mismo en la crónica, aunque su papel en el relato de su encuentro con Javier Marías sea más bien insignificante. Fue a mediados de los noventa, yo colaboraba como guionista en un magacín de Canal Sur TV que dirigía Alfonso Eduardo Pérez Orozco y que incluía entrevistas a gente famosa, fueran escritores o se dedicaran a otros oficios.

Rescato ahora aquel encuentro cordial con Marías por la extrañeza que me ha provocado la inesperada noticia de su muerte, que por supuesto no ocupará en los noticiarios de la prensa, la radio y la televisión ni la enésima parte del tiempo ocupado por la muerte de la reina inglesa Isabel II, pese a tratarse este de un personaje infinitamente menos relevante para España de lo que lo ha sido Javier Marías.

Su muerte, ciertamente verdadera, nos suena inverosímil a muchos de sus lectores, y no solo porque con 70 años todavía no le tocaba, sino porque su obra narrativa y periodística remite a muchas cosas -el azar, la doblez, el secreto, el engaño, la memoria- pero entre esas cosas no figura necesariamente la muerte. Marías ha sido un novelista español entre cuyos méritos no sería el menor el no haber parecido nunca un novelista español. Francisco Umbral se lo reprochaba, y no sin motivo, porque Umbral sí que era un escritor inequívocamente español, puede incluso que demasiado. 

Aunque con menos talento periodístico que Umbral, también fue Marías un articulista notable: no sin prejuicios, pues no hay ninguno que no los tenga, pero con un número de prejuicios muy escaso; además, los que tenía se diría que eran bastante discretos y civilizados.

Para preparar el guión de aquella entrevista que Alfonso Eduardo le hizo en Canal Sur, procuré documentarme a conciencia y, aunque entonces no había leído ninguna de sus novelas, me hice con algunas de ellas a precio de saldo que me vendió Juan Bonilla, con quien entonces me trataba muy asiduamente; luego, ya menos. Devoré ‘Corazón tan blanco’ y algunas otras obras en pocos días, de manera que acudí notablemente bien documentado a la comida que ambos, solo nosotros, compartimos en un restaurante de Sevilla.

Marías me trató como a un igual, aun siendo obvio que no lo era. Le hice algún comentario de pasada a propósito, creo, de 'Corazón tan blanco', poniendo el acento en el hecho paradójico de que las vidas de casi todos nosotros estuvieran en manos de alguien que sabía algún secreto nuestro cuyo conocimiento público fácilmente podría arruinarnos la vida. Apenas recuerdo poco más del encuentro, pero sí me quedó grabada la impresión de que el entonces ya famoso novelista prestaba mucha y muy concentrada atención a los comentarios, probablemente banales, de aquel compañero de mesa.

Desde entonces guardo de Marías la imagen de un hombre atento, educado y nada o muy poco narcisista: desde luego, si lo era no lo parecía, de manera que además de atento y educado también era un hombre elegante. Nunca volví a encontrármelo; dudo, además, que se acordara de mí ni de aquella comida en la que yo, sin embargo, me forjé una imagen del escritor que nunca he permitido que arruinaran opiniones suyas que no compartiera o novelas muy celebradas pero que nunca llegaron a conmoverme.

Sería exagerado decir que tenía mejor opinión de él que de su literatura, pero mentiría si escribiera que estaba entre mis escritores predilectos. Aun así, y por recomendación del sagaz lector y brillante articulista en excedencia Francisco Romacho, leí con fruición sus dos últimas novelas, ‘Berta Isla’ y ‘Tomás Nevinson’. Aunque de modo sesgado e indirecto, ambas me recordaron los lejanos asuntos de los que Marías y yo hablamos en aquella lejana comida de mitad de los noventa: el secreto, el azar, la identidad, el engaño, la memoria.

Alguna vez soñé con escribir un libro al que Marías hubiera dado su visto bueno para incorporarlo al selecto catálogo de su sello editorial Reino de Redonda. Aunque, si he de ser sincero, lo que de verdad de verdad me hubiera gustado es haber sido nombrado par u otro cargo de los graciosamente otorgados por el monarca absolutamente absoluto que había fundado tal reino, solo en apariencia imaginario.

Descanse en paz el Rey de Redonda. Descanse en paz el atento, educado y poco narcisista comensal con quien compartí mesa en los 90 y a quien con toda seguridad le habría parecido perfectamente bien que las televisiones de España dedicaran a su muerte mucho menos tiempo que a la de Isabel II: a fin de cuentas, Marías era un caballero de los que quedan pocos.