La filmografía de Mel Gibson como director posee el hálito del cine clásico, tanto en la forma como en el fondo. E incluso en cierta manera transita por tesituras similares a la obra de Clint Eastwood. No es cuestión de poner tampoco en duda el indiscutible talento de ambos autores, ni sus intenciones creativas, porque un creador hará y seguirá haciendo lo que le de la gana independiente de las opiniones del resto, y aún menos de la crítica. Si bien Eastwood se ha convertido en uno de los más lúcidos cronistas de la reciente historia norteamericana —Sully (2016), El francotirador (2014), Jersey Boys (2014) o J. Edgar (2010), por citar solo sus últimos títulos—, Gibson ha navegado por otros derroteros conceptuales, aunque también haya abordado personajes históricos como el caso de Braveheart (1995), La pasión de Cristo (2004) o en su nuevo título, Hasta el último hombre, su quinto largometraje como director y que, al igual que en sus anteriores trabajos, se desliza por los terrenos del realismo crudo y descarnado. Es decir, que si, a grandes rasgos, Eastwood da un mayor espacio a la sugerencia, Gibson muestra la realidad de manera más hiperrealista.

Sea como fuere, Hasta el último hombre es un sólido film que narra la peripecia vital de Desmond Doss (1919–2006), un joven objetor de conciencia de fuertes convicciones religiosas —pertenecía a la Iglesia adventista del séptimo día y a quien encarna con solvencia Andrew Garfield. En 1942 se alista en el ejército con la intención de prestar sus servicios como enfermero, negándose por sus principios a portar un fusil. Negativa que le causará los recelos de la compañía a la que pertenece así como un consejo de guerra antes de partir al frente, a Okinawa, donde salvará a 75 soldados heridos y sin empuñar ningún arma. Una acción por la que recibiría después la Medalla de Honor, tal como informán los créditos finales apoyados por las fotografías reales de Doss.

Sin embargo, y es solo una opinión, Hasta el último hombre navega por una cierta ambivalencia en el propio tratamiento de la historia enfatizada, en parte, por los tres segmentos en que se divide el film. Porque el primero, que abarca la vida civil del protagonista está concebido con una gran corrección formal tanto por la concepción de los encuadres en cuanto a la composición de las figuras, como por los movimientos de cámara, pero sin evitar los tradicionales clichés del biopicrozando en ocasiones icluso los ademanes del telefilm, ya que los hechos, aunque sean reales, se narran de una manera previsible. Incluso hay más una intención de conmover al espectador que de ahondar en los conflictos internos de los personajes, a pesar de algunas cuestiones interesantes que plantea el film y que se quedan esbozadas, como aquellas que atañen a la fe, en cuanto a los posibles momentos de dudas del protagonista frente a la visión del horror. Es decir, ese tipo de sensaciones un poco como expresa en un momento dado el pastor luterano que sufre una crisis espiritual en Los comulgantes (Ingmar Bergman, 1963): «Procuramos vivir en paz, pero nos sentimos inseguros por la atrocidad del mundo. Nos vence la angustia y Dios parece algo tan remoto».

Además, quizá a más de uno le venga a la cabeza El Sargento York (Howard Hawks, 1941), film que también relataba la vida de otro objetor de conciencia, Alvin C. York, a quien encarnaba Gary Cooper y que es reclutado para ir al frente durante la Primera Gran Guerra. Porque ambas películas comparten ciertos puntos en común como las convicciones religiosas de sus respectivos protagonistas o el clásico encuentro de chico–conoce–chica que en el caso del film de Gibson es una atractiva enfermera, Dorothy Schutte (Teresa Palmer), a quien Desmond conoce de manera fortuita en un hospital. Sin embargo, Hasta el último hombre posee otros elementos melodramáticos reconocibles, como la figura del padre del protagonista, un irascible y alcoholizado veterano, también de la Primera Guerra Mundial, marcado por el horror que vivió durante dicha contienda y a quien pone rostro Hugo Weaving; o el segundo segmento que narra la estancia del héroe en el cuartel, en el que no puede faltar un inflexible sargento —en este caso interpretado por un excelente Vince Vaughn—, como tampoco los recelos y las burlas que le profieren sus compañeros del pelotón al conocer su negativa a coger un arma. E incluso, como ya se imaginará el lector, algunos cambiarán de opinión cuando le vean actuar en el combate.

Es precisamente la acción bélica la que ocupa la tercera parte del metraje y donde el film alcanza una mayor fuerza, tanto narrativa como visual, convirtiéndose en un frenético, y a veces excesivo, fresco que muestra de manera hiperrealista el horror, las detonaciones, la sangre, los cuerpos desmembrados, como tampoco elude exhibir la violencia que emplean los propios soldados norteamericanos. Porque la barbarie no entiende de nacionalidades.

Pero aparte de estos aspectos, Hasta el último hombre es, además de un alegato antibelicista, una sutil reivindicación de la fuerza de la fe, e incluso más allá de la pantalla una suerte de reafirmación espiritual del propio Gibson. Algo que enfatiza con secuencias como cuando el héroe, herido, pierde la Biblia que siempre lleva consigo en el campo de batalla y uno de los miembros de su compañía se ofrece a buscarla; o es otra, al final del metraje, que sin dar más detalles, viene a representar una suerte de alegoría sobre la resurrección. Resurrección incluso del propio Gibson quien, tras una serie de altibajos personales, se ha vuelto a poner detrás de la cámara una década después de rodar Apocalypto (2006), su anterior título como director, poniendo de manifiesto una vez más su talento como narrador, independientemente de los posibles reparos que se le puedan achacar a su nuevo trabajo.