Casi al modo de las películas heistLa gran apuesta narra cómo varios grupos diferentes lanzaron una apuesta a los bancos mientras estos, por su parte, estaban haciendo lo que estaban haciendo. Y así, lo que hace la película de McKay es narrar el comienzo de la crisis desde un tono cómico y paródico pero que, en el fondo, evidentemente, no tiene ninguna gracia. 


La gran apuesta nos sitúa frente a tres grupos que pretenden, literalmente, llevar  a cabo una apuesta, como su título indica, contra los bancos a partir de los créditos inmobiliarios, los cuales, como bien es sabido, fueron el comienzo de la crisis que nos ha machacado en los últimos años. Una maniobra legal que, tal y como es narrada por Adam McKay, se asemeja más a esas tramas del cine heist, de atracos y de estafas. Y, en cierto modo, es que estamos ante algo muy similar. La cuestión reside en que los bancos estaban haciendo algo similar, pero de otra manera. En definitiva, todos estaban, aunque fuera con la ley en la mano, jugando con un dinero que no existía. Unos desde su posición en las altas finanzas, por sus cargos en el banco; los otros desde el oportunismo de percibir que podía sacar dinero fácilmente. Que había una grieta. Una grieta que, efectivamente, existía.



McKay es uno de los cineastas surgidos de la llama “nueva comedia americana”, desarrollando su carrera con títulos de interés alternos, destacando Hermanos por pelotas y El reportero. Habrá quien encuentre extraño ver su nombre en los créditos de dirección de La gran apuesta, y sin embargo no lo es en absoluto: el absurdo y la locura que presidían sus anteriores películas se adecua, incluso mejor que en aquellas, a una historia coral en la que la narración se mueve de unos grupos de personajes a otros con un narrador que ordena la historia y nos guía hasta el final, con algunas paradas por el camino para que varios famosos nos expliquen, de modo mundano, términos económicos. Una película frenética, de diálogos mareantes y, en muchos casos incomprensibles por su naturaleza.


Y es que MacKay ha creado, precisamente, una de las mejores miradas a la crisis económica reciente no solo por poder ser una narración cercana a lo que sucedió, es decir, a la historia particular que cuenta, sino también porque, ya en modo general, transmite una idea clara: no nos enteramos de nada, ni entonces ni ahora, y aquello fue, y perdón por expresión, una puta locura. Ya lo hizo Martin Scorsese en El lobo de Wall Street: en ella el director decidió realizar una ópera bufa. Porque era la única manera de narrar el descontrol absurdo y sentido y que se pudiera entender. La gran apuesta opera de manera similar, aunque a través de un camino diferente. Intercalando imágenes de archivo en apariencia inconexas con la narración, pero que crean un contexto humano y temporal, y mediante rótulos de separación por bloques narrativos que vienen acompañados de sentencias muy bien elegidas, McKay nos sumerge en una narración en la que la comedia preside el tono, pero una comedia muy particular, porque el tono desinhibido de la propuesta es, en realidad, una coartada, una fachada. La película es muy, pero que muy, seria. Otra cosa es que los personajes, conscientemente paródicos o exagerados en su construcción en un momento dado hagan reír.



Las imágenes de La gran apuesta son claras en su montaje, creando una cadena visual/narrativa que, como decíamos, dan habida cuenta de un asalto a la banca que, aun saliendo bien para los personajes –todos, incluso lo mejores, bastante despreciables o como poco ambiguos-, pero quienes en realidad salieron intactos fueron los perpetradores de la crisis, rescatados por los estados. Ninguno de ellos ha pagado por lo que hicieron. Y, como anuncia la película al final, los nombres de los bonos económicos han cambiado, pero siguen siendo la misma basura. Y así, sin aprender, sin que nadie pague por lo que he hecho, que todo acabe repitiéndose de nuevo tarde o temprano…