La segunda película de Orson Welles es una sobria crónica sobre un mundo que se desintegra con la llegada de una nueva era. El de la acaudalada familia Amberson y su entorno en una pequeña ciudad de provincias norteamericana que se resiste a aceptar que los tiempos están cambiando.

A pesar de los denodados esfuerzos de William Randolph Hearst para impedir el estreno de Ciudadano Kane, que al final tuvo lugar en mayo de 1941 obteniendo parcos beneficios de taquilla, y del propio Orson Welles, quien comenzó por estas circunstancias a suscitar los recelos de los directivos de la RKO tras haber entrado por la puerta grande de los estudios, lo cierto es que aquel todavía tenía pendiente rodar una segunda película tal como estipulaba su contrato. Tras barajar varias ideas, Welles se decanta por adaptar la novela de Booth Tarkington, The magnificent Ambersons que le valió a su autor el premio Pulitzer en 1919. Un escritor que fue amigo personal del padre del cineasta y por ello, un material que en cierta manera le era cercano.

Sin embargo, El cuarto mandamiento supondría el primero de los sucesivos maltratos que sufriría la obra de Welles por parte de los productores. Un Welles que en esos momentos se halla inmerso en plena vorágine de trabajo pues la filmación de aquella la compagina con la de Estambul (Journey into fear, 1943), film que comienza a dirigir y en el que interpreta el papel del Coronel Haki pero que, por avatares de las circunstancias, acaba siendo sustituido por Norman Foster cuyo nombre figurará finalmente en los créditos, además de otras actividades como la grabación de sus seriales radiofónicos. Hacia el final del rodaje de El cuarto mandamiento a Welles le surge un encargo del gobierno de los EEUU que le lleva a rodar un documental en Brasil, It’s all true, un proyecto que supondrá un nuevo tropiezo con la industria y que quedará inacabado como tantos otros que vendrán después. Circunstancias que hacen que el cineasta no esté presente durante el proceso del montaje que además sufre numerosos cortes de la propia RKO que le suprime hasta más de cuarenta minutos de metraje, aparte de algún añadido como la escena final que cierra la película ante la disconformidad que manifestaron los dirigentes del estudio por el que había rodado Welles. Un final con el que el cineasta nunca estuvo de acuerdo.

Sea como fuere y a pesar de las mutilaciones y los avatares que condicionaron el resultado final, El cuarto mandamiento es uno de los grandes títulos del cineasta quien, sin perder un ápice de frescura, concibió una película más contenida que Ciudadano Kane, ya que ésta estaba impregnada por el ímpetu y la búsqueda de una originalidad propia de un director primerizo, aunque en este caso el resultado fue más que brillante.

El toque Welles está presente en cada una de las imágenes de El cuarto mandamiento, desde sus primeros planos en contrapicado mostrando los rostros, como los de los ciudadanos que chismorrean sobre los Amberson, hasta la misma puesta en escena, como la magnífica secuencia de la fiesta que organizan los Amberson y en la que la cámara va transitando entre los invitados por el gran salón de la mansión, a la vez que unos y otros entran o salen del encuadre, produciéndose al mismo tiempo un flujo de acciones paralelas y que de una manera sutil van mostrando los primeros síntomas que predicen el final de una época, aunque algunos todavía no lo presientan o lo presientan y no lo quieran aceptar, y el comienzo de una nueva era, la del progreso que representa el personaje de Eugene Morgan a quien encarna Joseph Cotten, un inventor entregado a la construcción y el perfeccionamiento del automóvil que además deviene en el símbolo que traerá consigo una profunda transformación de los modos de vida. Porque El cuarto mandamiento es una parábola sobre el paso del tiempo, sobre la evolución de los tiempos. Algo que se irá reflejando en la propia mansión de los Amberson, todavía llena de luz en la citada secuencia de la fiesta, pero que paulatinamente se irá transformando en un espacio vacío, hasta incluso lúgubre, y que Welles potencia con las sombras de los elementos arquitectónicos y de los propios personajes confiriéndole a la historia el aspecto de un film de terror. Pero también un paso del tiempo que el cineasta ya anticipa de forma metafórica en la secuencia inicial, donde casi a modo de un noticiario una voz en off, que es la del propio cineasta, no solo pone en situación al espectador sobre quienes son los Amberson, sino que en describe los cambios de la moda a través de la figura del propio Morgan, quien entra y sale del encuadre con diferentes indumentarias, que se va probando ante un espejo, acordes a las tendencias del momento. Al fin y al cabo, como ya se ha apuntado Morgan es la personificación del cambio.

Sin embargo, los Amberson son la encarnación de la vieja tradición, de la preservación de las costumbres y de los privilegios que les proporciona su estatus social. Una tradición que su hijo George Minafer Amberson (Tim Holt) está decidido a prolongar, como pone de relieve la secuencia en la que le manifiesta a Lucy (Anne Baxter), la hija de Morgan, sus intenciones de seguir viviendo de las rentas. Aunque poco a poco irá siendo consciente del declive de los negocios familiares, y no solo porque Wilbur Minafer (Don Dillaway), su difunto padre, haya sido poco afortunado en su gestión, sino porque la familia, al no aceptar los cambios que se avecinan en su empeño por conservar sus usos y sus costumbres, está irremisiblemente destinada a ser engullida por los nuevos tiempos.

Además de un retrato sobre la decadencia familiar, El cuarto mandamiento es una crónica sobre los amores imposibles, a pesar de que algunos alberguen la esperanza de que algún día se materialice. Como es el que Morgan le profesa a Isabel quien le rechaza por un desafortunado incidente de su juventud, cuando aquel va a cantarle una serenata bajo su ventana y que, debido a su estado de embriaguez, acaba por los suelos destrozando el violonchelo que lleva consigo. Por lo que ella, fiel a sus costumbres, no solo lo rechaza, sino que al poco tiempo se compromete con Wilbur. Welles hace una elipsis temporal por medio de varios instantes de la vida de George, desde sus correrías como niño caprichoso y consentido hasta su regreso tras acabar sus estudios. Cuando Morgan reaparece es ya un hombre viudo a quien acompaña su joven hija Lucy, quien protagonizará la segunda historia de amor frustrada, porque entre ella y George surge una atracción que también está destinada al fracaso. Como también estará presente el amor en secreto que siempre le ha profesado la tía Fanny (Agnes Moorehead) a Morgan.

Tras finalizar el relato, la voz en off de Welles seguirá presente al recitar los títulos de crédito, comenzando por los intérpretes y siguiendo por el equipo técnico, hasta concluir con la célebre apostilla de «yo la escribí y la dirigí. Mi nombre es Orson Welles».