Dada la velocidad con la que viajaba la luz en el tiempo, imaginó que su propio pasado podría disolverse en un ser fragmentado. ¿Cuál es la esencia de la vida?¿Hay un centro?¿Existe eso que denominamos alma o no somos sino múltiples conexiones sinápticas? Según el budismo El yo creaba su propio entorno, este no era más que un ilusión. También el yo es una ilusión. En una parábola budista, un hombre rico advierte que su casa arde, e intenta salvar a sus hijos, pero estos absortos con el placer de sus juegos no dan importancia al fuego, inconscientes de lo que es, de lo que les puede causar. En la magnífica Noche de fuego (Acantilado), del escritor inglés Colin Thubron (1939), los inquilinos de un edificio fallecen en un incendio. ¿En qué medida son o han sido conscientes de lo que es la vida?¿En qué medida han sufrido, en qué medida han empatizado, para alcanzar la consciencia de cuál es la materia que constituye nuestra relación con la realidad?. La anterior obra de Thubron, que ha combinado ficción con libros de viajes, fue Hacia las montañas del Tibet. Este es otro viaje, interior, hacia nuestros recovecos que son capas y son ángulos. Hacia los fragmentos que nos conforman y que quizá perfilen un centro, o al menos es la dirección que buscamos mientras el tiempo nos convierte en añicos.

La narración se fragmenta. Se alternan las evocaciones de los que van a fallecer en ese incendio. Un sacerdote que amó a una mujer tutsi en pleno conflicto con los hutus. Un cuerpo que amaba podía ser un cuerpo ultrajado y mutilado por aquel genocidio en progreso cual marabunta ¿Cómo podía actuar él, qué podía hacer, qué podía priorizar?¿Cómo armonizar ideas y emociones cuando parece que el desenfoque abrasa con su venda?. Un neurocijano que operó a una mujer, para extraer un tumor cerebral con el consiguiente riesgo de perder tejido sano, que no quería perder el recuerdo emocional de una relación, y también a un hombre que, en cambio, estaba convencido de que ese riesgo no afectaría a su férrea creencia en su dios. Amas y crees, pero igual se puede desvanecer ese sentimiento, quizá sea una ilusión pasajera, una conexión sináptica circunstancial. Falta un trozo de materia y quizá ya sientas de otro modo. Lo que consideras inapelable certeza, una constante, quizá no sea más que una ilusión generada por la necesidad. Existe la teoria de que el discurso secuencial que nos proporciona el cerebro y que nos infunde la impresión de poseer un yo coherente es el producto del balbuceo de soliloquios en pugna entre sí en nuestros circuitos neuronales. Esas voces se suplantan e interrumpen constantemente. De ahí que pensemos desordenadamente. De modo que el yo sería una ilusión, la mayor de todas. Sería tan solo el producto de las materias primas del habla y las percepciones.

Un fotógrafo se enamora de una mujer, pero ¿realmente la conoce o meramente la sublima en su imaginación?¿Busca como piensa un centro o se sugestiona con una apariencia? Cuando se enamora de otra mujer, se inventa, le hace creer que se dedica a otra profesión y que su nombre es otro, se construye con otra identidad para gustar a esa mujer. ¿Qué somos, un repertorio de escenificaciones y un amasijo de percepciones que proyectan lo que, consciente o inconscientemente, deseamos? De niño quiso ser cirujano o incluso cura: cualquiera que se dedicara a lo que él consideraba la esencia humana, a aquello que no se desintegraba. Pero ¿hay algo que no se desintegre, un centro, un alma, una esencia?. Quizá la realidad no sea más que una pantalla que intentamos dotar de estructura y orden con los relatos de nuestras proyecciones, del mismo modo que quien sublimamos no es más que un maniquí que caracterizamos con nuestras fantasías. Una ilusión.

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Nos aferramos como certeza a la identidad cuando no es sino una ilusión más. Una naturalista se pregunta sobre esa mutabilidad o maleabilidad, sobre nuestra condición de ser posible, en la medida que nos podemos sorprender a nosotros mismos aunque tendamos a la restricción con la que intentamos encuadrarnos en unas inclinaciones, tendencias, deseos y apegos, como un proyector que fija el encuadre sin comprender que está quemando la película en vez de permitir que las películas puedan modificarse, sorprendernos con los reflejos con los que nos descubrimos desde ángulos que no concebíamos o imaginamos. Sin embargo, en cierto modo aquello era abrumador:le bastó mirar los ojos de ciencia ficción de aquella criatura para darse cuenta de que ella le era indiferente, tal vez ni siquiera la distinguía. Mientras, la realidad, lo otro, no es sino un ojo indiferente, aunque queramos pensar que hay un ojo que nos diseñó y nos vigila, juzga, atento a nuestras vicisitudes, un ojo al que, según las diferentes culturas se la ha puesto diferentes nombres de divinidades. Pero la realidad no es sino el bello pero fugaz aleteo de una mariposa para la que nada significamos.

Aparentemente, el cielo está lleno de esos planetas, congelados y solitarios. No me sorprende, de hecho me recuerda a algo que vi bajo el microscopio (¿era un ojo de mariposa?): una masa de partículas errantes. Y el universo entero dispersándose hacia la nada tras el Big Bang, Todo diluyéndose en la oscuridad, como un espantoso error; la refutación definitiva de Dios.

¿Y si el relato de los fragmentos fuera la conjugación de las múltiples voces en nuestra mente?. Más de uno parecía demacrado y débil, como si su vida lo hubiera desechado. Pero con el tiempo su desprecio hacia ellos había disminuido y ahora algunos le inspiraban cierta indulgencia y hasta ternura. Personajes de la película de la mente, diferentes perspectivas metafóricas de esa abstracción que somos. Residuos de la herida del tiempo, de las quemaduras de lo que no fue como se deseaba, de lo que no se logró materializar, de los daños que se infligieron. En aquellos tiempos era más fácil vivir en sus propias fantasias. Solia imaginarse que era un gran cirujano que curaba a los moribundos, o a un misionero guiando a pueblos enteros hacia Dios. Nada era demasiado ambicioso para él. Se convirtió en un fotografo cuyas creaciones eclipsaban la vida real, en un explorador o naturalista que desaparecía en los lugares más reconditos del planeta y regresaba con mariposas tan grandes como águilas. Esa multiplicidad que responde no sólo a la ilusoria y fractal condición de la identidad, sino a las diversas líneas narrativas, en cuanto posibilidades, que configuran nuestro trayecto en la vida. A veces llegaba a imaginar que quizá había existido otro yo que había conocido y experimentado la vida de forma más intensa que él, otro yo del que era tan sólo un tardío reflejo. Porque ¿Cuál es la esencia de la vida?¿Hay un centro? O tal vez sólo había sido un cúmulo de sensaciones y visiones, y aquel horizonte que aún no había logrado alcanzar. Si hay una certeza es que la vida es una casa en llamas, porque no hay vuelta atrás.