Carlos Vermut sorprendió con su primera película, Diamond Flash, obra low-cost, distribuida por internet, y que apuntaba hacia un director prometedor. 

 

Por Israel Paredes


Magical Girl constata que aquellas sensaciones eran ciertas. Ganadora en el Festival de Cine de San Sebastian a la Mejor Película y al Mejor Director, se trata de una de las mejores películas del cine español contemporáneo, una obra distinta y única.

LA NIÑA DE FUEGO, EL PROFESOR OBSESIVO Y LA DESESPERACIÓN DEL PADRE

 



 

Hay quienes sostienen que a comienzos del cine los directores creaban imágenes a partir de aquello que veían en la realidad, intentando transmitir esta en pantalla con la mayor aproximación posible. Estaban creando, podríamos decir, desde cero, dando que el cine comenzaba su andadura. Pero décadas después, según esta teoría, los cineastas lo que hacen no es tanto reproducir la realidad como otras imágenes, las cuales, por otro lado, forman parte ya de nuestra realidad. Según esta premisa, las imágenes cinematográficas actuales surgen más de la memoria cinematográfica que de la realidad, como si los creadores no tuvieran ya tan en cuenta aquello que les rodea como el legado visual que han recibido.

Ante una película como Magical Girl, segundo largometraje de Carlos Vermut tras la sorprendente aunque irregular Diamond Flash (2011), la teoría anterior podría ser argumento para desbaratar una propuesta que bebe de innumerables referencias, y no solo cinematográficas, también del mundo del comic, en la que Vermut ha trabajado asiduamente. Sin embargo, el acercamiento a este engranaje narrativo que ha creado Vermut no se puede simplemente adecuar a una cuestión de juego referencial, tan del gusto en la actualidad. En realidad, lo que hace de Magical Girl una propuesta singular, potente y única en nuestro cine, es mostrar a un director, que si bien despliega en pantalla todo un mundo visual que ha impregnado en él, es capaz de tamizar todas esas referencias a través de una personalidad fílmica impresionante. Vermut no plantea su película, o no da esa impresión, como un simple artefacto referencial, sino que parece buscar una reescritura de esas influencias mediante su personal mirada al mundo (y al cine).

 



Magical Girl comienza con una secuencia que enfrenta a un profesor, Damián (José Sacristán, feliz recuperación) con una alumna; este comienzo, que ya contiene gran parte de la inquietud y perversión presente en la película, tiene su repetición al final, cerrándose de esa forma un círculo que denota una estructura cíclica que da a la película un cierto sentido hermético. Y en su interior ha acontecido una historia en forma de puzle cuyas piezas han ido encajando con una asombrosa naturalidad, sobre todo teniendo en cuenta que muchas de ellas apenas parecen hacerlo. La película comienza como un drama familiar, como sucedía en ciertos aspectos en Diamond Flash, con Luis (Luis Bermejo) un padre en el paro que tiene a su cuidado a un niña enferma, Alicia (Lucía Pollán) introduciendo a su vez un componente social relacionado con la crisis actual. Después, aparecen Bárbara (Bárbara Lennie, magnífica en su papel de femme fatale sadomasoquista), una joven con trastornos mentales, y su marido y aparece un nuevo elemento genérico que poco a poco va tomando forma, el thriller psicológico, sórdido y enfermizo que termina en una especie de película de venganza. Mundo, Demonio y Carne son los epígrafes con los que Vermut nomina cada parte y puede que a cada personaje. Pero esa conjunción genérica interesa en la capacidad del cineasta de lograr que la película avance con total lógica uniendo cada historia, creando una cierta sensación orgánica en su desarrollo narrativo. La película poco a poco va encontrando su personalidad, imponiéndose a las propias referencias, como decíamos, de las que parece partir. Al final, los diferentes géneros acaban dando forma a un todo que elimina los férreos límites que configuran las bases genéricas, dinamitándolas desde su interior pero con la suficiente creatividad para que no quede como un simple experimento.

En Diamond Flash, Vermut mostró una posición estética basada en planos fijos de la larga duración que en cierto modo venían impuestos por los parámetros del low-cost. O eso parecía. Porque en su nueva película ha dejado claro que se trata de su apuesta visual y estética, creando unos planos que, en ocasiones, rompe por alguno por sus lados, buscando encuadres geométricos, bien construidos, atendiendo a los detalles y, sobre todo, mediante un uso enormemente inteligente de los espacios fuera de campo y del sonido, elementos estilísticos que apuntan hacia un cineasta que aunque todavía está buscando su voz, ha encontrado un camino que transitar.



 

A partir de un guion bien construido y cerrado pero que en cuya puesta en escena queda lo suficientemente abierto como para que cada espectador pueda sacar sus conclusiones, dejándose llevar por la historia y los personajes hacia el lugar que más le interese, Vermut nos ha entregado una de las obras más inquietantes, perversas y obsesivas de los últimos años. Una película ambiciosa a pesar de su aparente sencillez formal, que reescribe nuestro cine desde varios parámetros, que juega con los personajes y con aquello que esperamos de ellos, que busca una narración en presente a pesar de mirar al pasado y al futuro y que, sobre todo, nos entrega una historia enmarcada en un contexto social, el actual, vacío y enfermizo, porque a pesar de que gran parte de la película transcurre en interiores, lo cierto es que el exterior se introduce en ellos y en los personajes. Volviendo al comienzo, Vermut se ha fijado en un cierto legado cinematográfico que vive en su interior para, mirando a la realidad, crear imágenes que parecen remitirnos constantemente a otras, pero en realidad hay algo en ellas que son únicas y distintivas, como la propia película.