Nebraska es una atípica road movie que gira en torno a un padre y un hijo, pero también es un sobrio retrato de la América profunda y al mismo tiempo una sutil radiografía sobre la sociedad y la familia, en las que todos sus miembros hablan aunque ninguno tenga nada que decirse.

Había una vez un padre. Y también un hijo. Entre ambos nunca ha existido una comunicación fluida, como tampoco la han tenido con el resto de la familia y viceversa. Porque el film de Alexander Payne es en realidad el retrato de un grupo de seres que simplemente están, aunque sea sentados en un sillón bebiendo una cerveza o dormitando, que hablan de trivialidades o para pedir algo, sobre todo si se trata de dinero, pero que eluden dialogar de las cosas importantes, de sus sentimientos, de sus inquietudes, de sus problemas.

Woody Grant, el padre, a quien interpreta un Bruce Dern en estado de gracia, es un anciano alcohólico empeñado en recorrer los más de mil kilómetros que separan la localidad de Billings de la ciudad de Lincoln para cobrar un premio millonario que cree haber ganado. Por ello, en su empecinamiento por recogerlo, no duda en escaparse y caminar carretera adelante. Su hijo, David Grant, encarnado por un excelente Will Forte, tratará de hacerle ver que dicho premio no es real. Pero ante la cabezonería de su progenitor accederá a hacer el viaje con él.

 

A partir de esas premisas, Payne dibuja un lúcido fresco de la América rural siguiendo el itinerario que emprenden padre e hijo. Dos seres quienes acabarán acercándose a su manera, aunque en realidad tampoco se cuenten muchas cosas, pues David irá descubriendo algunos asuntos del pasado de su padre por los demás y éste, en su obsesión por recoger el premio, apenas muestra interés por los quehaceres de su hijo. Unas premisas que en un principio pueden llevar a pensar en la clásica historia sobre dos individuos que acabarán entendiéndose durante el transcurso del trayecto. Y nada más lejos de la verdad, ya que Payne, casi como si fuese un entomólogo, va desgranando los caracteres de dos seres desorientados, el padre porque siempre parece haber vivido fuera de la realidad, o al menos en esa que le proporcionaba el alcohol, y más ahora, en su persecución por una quimera inexistente. Y el hijo porque además de no llevar una existencia demasiado estimulante, atraviesa un momento delicado ya que su novia de siempre le ha abandonado.

Junto a ambos protagonistas, algunos amigos y sobre todo la familia. Seres que viven dejándose llevar por el devenir de los acontecimientos, como si vivir fuese, simplemente, cubrir las necesidades básicas. Individuos sin alicientes ni intereses algunos y cuya monocorde existencia transita sin el más mínimo sobresalto. Como decía Oscar Wilde, «Vivir es lo más raro de este mundo, pues la mayor parte de los hombres no hacemos otra cosa que existir». De hecho, en un momento dado, la septuagenaria Peg Nagy (Angela McEwan), la que fuera una novia de juventud de Woody, le responde afirmativamente a David a su pregunta de si en aquella época su padre ya bebía, añadiendo que en este lugar “realmente no hay mucho más que hacer”. Y así parecen confirmarlo el resto de los parientes de Woody, ya que lo que más le gusta al tío Albert es sentarse en su silla a ver pasar los coches o a los primos Bart y Cole, dos orondos treintañeros indolentes, cuya ocupación es beber latas de cerveza. Seres que ven pasar los días sin apenas inmutarse, seres cuyos diálogos se reducen a intrascendentes comentarios como muestra esa magnífica secuencia de la reunión familiar, cuando Woody y sus allegados contemplan como estatuas un partido de béisbol en la televisión mientras las mujeres preparan la comida en la cocina. Apenas se cruzan unas palabras, tan solo cuando uno de ellos pregunta a otro si todavía conserva su viejo automóvil de tal marca. Un parco intercambio de frases simples y cortas separadas por largos silencios.

 

Y es precisamente en esos detalles, en los gestos, en esos pequeños matices que posee cada uno de los personajes, en como se mueven, como se expresan, en esas situaciones tan cotidianas donde aparentemente no sucede nada pero que en realidad hay demasiadas cosas flotando en el aire, en esos sucesos o incluso secretos del pasado del anciano que van saliendo a la luz, en todo ese conjunto, donde reside una de las grandezas de la película. Que las mujeres hablen en la cocina mientras sus maridos sestean en el sofá; que el propio Woody duerma en muchas ocasiones durante el trayecto con la cabeza echada hacia atrás y la boca semiabierta; que en las múltiples paradas durante el viaje David permanezca cabizbajo mientras espera a que su padre termine de orinar en la cuneta; que busquen la dentadura del progenitor en las vías del tren, que no se sabe muy bien por qué han ido a parar ahí, ya que este ha llegado la noche anterior ebrio al motel donde se hospedaban, cayéndose y golpeándose la cabeza con el borde de un mueble, lo que le supondrá unos puntos de sutura y un permanente esparadrapo en la frente que, unido a su alborotado pelo blanco y su barba de una semana, le confiere un cierto aspecto de patriarca desaliñado, a veces incluso hasta enloquecido y en cierta manera quijotesco, en el sentido que se dice de él que siempre ha sido un hombre desprendido con los demás, aunque por otra parte se insinúe que siempre haya vivido inmerso en su propia realidad sin importarle lo que sucedía a su alrededor; o su propia esposa Kate (June Squibb), cuya personalidad es la antítesis de Woody, ya que es una mujer de carácter, locuaz y que hace gala de un gran desparpajo; y así infinidad de detalles más, siempre desde la sugerencia, desde la insinuación.

Pautas con las que Payne concibe asimismo una corrosiva crítica sobre las miserias de la condición humana. Porque la noticia del premio pronto es conocida por todos, lo que desatará una serie de enfrentamientos cuando de repente unos y otros comiencen a reclamar las cuentas pendientes que tiene el supuesto futuro millonario con cada uno ellos. Desde su antiguo socio Ed Pegram (Stacy Keach) con el que Woody regentó en el pasado un taller mecánico, hasta los propios cuñados, sobrinos y demás parientes.

 

Pero Nebraska es también una crónica sobre el desencanto, sobre la desesperanza, sobre las bambalinas del tan publicitado American way of life cuyos habitantes son prácticamente espectros que sobreviven, más que viven, en localidades casi fantasmagóricas. Es impactante esa imagen del tío Albert sentado en su silla, delante su casa de madera y en la que detrás de la misma se erige una fila de enormes depósitos de una refinería. Como las desiertas calles por las que transitan los protagonistas, paisajes y ambientes captados por la sobria fotografía en blanco y negro de Phedon Papamichael, también director de fotografía de los dos largometrajes anteriores de Payne, Los descendientes (The descendants, 2011) y Entre copas (Sideways, 2004).

Y es quizá ahí, en medio de esa desesperanza, en medio de un lugar donde nunca pasa nada, donde unos y otros se van marchitando lentamente con la edad que diría James Joyce. En el hecho mismo de que algo tan fútil como un papel que supuestamente puede hacerle ganador de un premio, se convierta en ese motivo que le impulsa a alguien como Woody a hacer algo por primera vez. Incluso como una manera de redimir su grisácea y monótona existencia en la que parece no haber hecho demasiado felices a los que han estado a su alrededor. Porque a lo largo del film también planea una duda, que en realidad el anciano ha leído bien las bases de dicho premio, solo que, en el fondo, y precisamente por eso,  no quiere aceptarlas, porque quizá necesita algo en lo que creer.