Tomando prestadas las palabras del teórico David Bordwell, si hay algo incuestionable en el cine de Pedro Almodóvar es su genuina mirada para captar “el mundo aleatorio de la realidad «objetiva» y los estados pasajeros que caracterizan la realidad «subjetiva»”[1]. Porque el cineasta manchego se reveló desde el principio como un agudo y original observador de una sociedad tan cambiante como fue la española a partir del comienzo de la década de los ochenta. Una mirada, además, desinhibida, provocadora, intuitiva, que ha sabido ver más allá de la superficie para hurgar en sus raíces, reutilizando al mismo tiempo el espíritu, los símbolos y los iconos de su cultura popular.

Pero otro de los aspectos más interesantes de su obra son las mutaciones que ha experimentado su filmografía, desde los espontáneos frescos corales que concibió al inicio de su carrera, en pleno nacimiento de la Movida, y de la que fue uno de sus principales partícipes, dando lugar a una serie de frescos corales salpicados con elementos transgresores, subidas de tono, toques de parodia, ocurrencias en ocasiones surrealistas cuando no caricaturescas o situaciones rocambolescas. Y todo bajo un envoltorio impregnado por ese espíritu posmoderno y de efluvios camp con influencias de la fotonovela, el pop americano, el cine underground de Andy Warhol o el melodrama clásico americano del que es un confeso admirador. Filmografía que se inauguró con Pepi, Luci, Bom y otras chicas del montón (1980) y a la que siguieron Laberinto de pasiones (1982), Entre tinieblas (1983) o ¿Qué he hecho yo para merecer esto?

Mujeres al borde de un ataque de nervios

Mujeres al borde de un ataque de nervios (1988) supone un primer giro conceptual en su filmografía, iniciando una depuración en su estilo, tanto en la articulación de la dramaturgia como en la concepción de la propia puesta en escena, hasta dar lugar a ese otro nuevo viraje que fue Todo sobre mi madre (1999) y que se consolidaría en su siguiente trabajo, Hable con ella (2002). Dos excelentes títulos que marcan también su progresivo alejamiento de la comedia, iniciando con ellos un recorrido más intimista que le lleva a explorar con más profundidad los entresijos emocionales del ser humano, en especial el del universo femenino, como ponen de manifiesto Volver (2006), Los abrazos rotos (2009) o La piel que habito (2011). Porque otra de las virtudes de su obra es que, lejos de acomodarse en repetir las formas y los modos que le han proporcionado el éxito, el cineasta prosigue su proceso de búsqueda sin temor a correr riesgos, aunque en ocasiones le implique resultados menos afortunados. E incluso, en un momento dado, se permita regresar a los terrenos de la comedia alocada de sus inicios con la desafortunada Los amantes pasajeros (2013), aunque quizá esta operación fuese más bien una forma de tomarse un respiro tras rodar esos tres dramas mencionados un poco más arriba.

Una filmografía que, a pesar de sus virtudes, de sus debilidades, de sus cambios de registro, posee, y mantiene, unas señas de identidad muy personales, haciendo de su obra una de las más distintivas, y no solo dentro de la cinematografía española, logrando, además, que una temática tan autóctona conecte con el público foráneo. Pero también unas señas que han puesto de relieve la capacidad visual del cineasta, alcanzando algunas de sus imágenes el estatus de icono; o su particular concepción de la banda sonora, tanto por el uso de temas ajenos, que en cierta manera le emparenta con ese grupo de cineastas que comparten un cierto aliento de DJ como Quentin Tarantino, Woody Allen o Martin Scorsese, así como en el tratamiento de la música original, y para la que ha contando con compositores de la talla de Ennio MorriconeÁtame (1989)–, Ryuichi SakamotoTacones lejanos (1991)– o Alberto Iglesias, quien se ha convertido en su compositor habitual desde La flor de mi secreto (1995) y quien ha vuelto a concebir una sobria partitura para Julieta.

 

Hable con ella 

Julieta supone un nuevo salto estilístico y conceptual en la carrera del director manchego. No sólo es que haya regresado a los territorios del melodrama, sino que ha concebido un drama con tintes de tragedia, pero con un tratamiento muy contenido, con una estética todavía más depurada que en sus títulos precedentes, tanto en el uso del color como en la composición de sus encuadres. Una depuración reforzada, si cabe aún más, por la ausencia de sus acostumbrados elementos camp, lo que proporciona al film una tesitura de aparente frialdad que le aleja del espíritu de su filmografía anterior, aunque sin perder sus rasgos personales. Porque en realidad, Almodóvar ha realizado un ejercicio de estilo en el que se adentra por latitudes cercanas a las que transitaron cineastas como Ingmar Bergman, de quien precisamente se puede percibir un cierto hálito, como el que desprende la excelente secuencia del baño, cuando se produce la elipsis que marca el paso de la juventud a la madurez de Julieta.

Julieta es una sobria radiografía sobre el dolor, la ausencia y el silencio, pero también sobre la pasión, la enfermedad y la muerte. Un trabajo en el que se intuye el inicio de un nuevo registro en el particular itinerario del universo almodovariano.

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Nota:
[1] La narración en el cine de ficción, Paidós, 1996, pág. 206