Pablo Rosal es uno de los creadores teatrales españoles más interesantes actualmente. Su escritura irónica, poética y política quedó reflejada en Los que hablan, uno de los éxitos teatrales de la temporada pasada. Ahora está en cartelera por duplicado: con una adaptación de El pato salvaje, de Ibsen, en Teatro de La Abadía, del 17 de mayo al 19 de junio, con Carlos Aladro a la dirección; y en el Teatro del Barrio con Castroponce, el 8 de mayo y el 12 de junio, un monólogo donde no solo ejerce de autor y director, también despliega su capacidad interpretativa y cómica.

¿Cualquier creación artística es política?

Efectivamente esa es la cuestión que intento abordar. Cualquier reunión de una comunidad es un hecho social, y como tal es una reflexión política, una proyección de un sentido de la vida terrestre, una ordenación soñada y común. Somos seres que nos reunimos para dudar y hacer de eso una celebración. Lo apasionante tanto del Arte como de la Política es que suceden al mismo tiempo que se están cuestionando, el pensarse y sentirse son ya la acción que llevan a cabo. El Arte es la irrenunciable fe en la unidad y conexión de los todos los seres, y ese es el acto más político que pueda existir. Toda creación artística tiene su ética y su responsabilidad con los conceptos que baraja, toda obra presenta una cosmogonía. A partir de aquí empiezan todas las perversiones, cuando olvidamos que la Política es una energía y un pensamiento y lo tornamos en pertenencia y diferencia.  

¿Qué hace específico, entonces, el Teatro político?

Lo que intento apuntar en el espectáculo es que, si el Teatro Político, que gozó de gran tradición y teorización en el siglo XX, se considera algo diferente del Arte y específicamente del Teatro, se condena a sí mismo. Si usa a su antojo las herramientas del Arte para una particular pelea, apología o condena no sólo está traicionando al arte teatral, sino que empequeñece sus propósitos al afirmar algo que ya tiene claro y buscar su propia aprobación. De nada le sirve al Teatro político el alejarse del Arte.

¿Cómo es que condensas un simposio en un solo monólogo?

Ante todo, el espectáculo es una pequeña celebración de la especificidad indestructible del Teatro: la capacidad de sugerir, de aludir, de hacer existir cosas sin la necesidad de la literalidad. Allí el Teatro tiene mucho que decir en estos tiempos tan obvios y parcos en simbolismos. Que una sola persona recree la totalidad de un simposio y sus ponentes, me parece un ejercicio elemental y desnudo de demostración del poder de la palabra y el juego. Tengo, desde siempre, mucho interés por el payaso, por el actor quebrado que muestra y comparte sus grietas, por la presencia insegura que desvela sus procesos lógicos, eso permite explicar muchas cosas a la vez. Por otro lado, el dispositivo de un simposio o una conferencia resulta siempre muy atractivo, pues es un intermedio entre la ficción y la realidad y no esconde su vocación expositiva o divulgativa, cosa que permite entreverarse muy bien por la torpeza y la posibilidad.

Los que hablan ha sido uno de los éxitos de las dos últimas temporadas, ¿te lo esperabas?

No me lo esperaba, lo había deseado mucho, y en mi deseo tenía todo el sentido y repercusión que ha acabado teniendo, y eso es maravilloso. Es increíble que una obra que fácilmente se pueda tildar de “rara” haya conseguido seducir a tanto público en lugares tan diferentes. Refuerza la idea de que en Arte aún todo es posible y que el público, la humanidad, siempre está en construcción. Volveremos unos días en junio en el Teatro del Barrio para rematar la gira.