En unas declaraciones recientes, el director Josep María Pou afirmó que se ha puesto de moda representar obras de los dramaturgos estadounidenses de mediados del siglo XX, los llamados realistas americanos –Eugene O’Neill, Arthur Miller y Tennesse Williams-, tan llevados al cine, cuyo esplendor coincidió en el tiempo con las vanguardias del absurdo y el existencialismo europeas, y que reflejaron los problemas de una sociedad en crisis económica, que empezaba a afrontar la integración de los inmigrantes y a desprenderse de ciertos convencionalismos morales. Esa presunta tendencia a recuperar estos textos la atribuía Pou a la empatía que puede generar ver obras que hablan de las consecuencias de una época de depresión similar a la actual.
En efecto, últimamente en nuestro país ha habido casos como el de Mario Gas, que en poco tiempo se atrevió con Miller, levantando en 2009 un espléndido montaje sobre la versión de Eduardo Mendoza de Muerte de un viaje, y Tennesse Williams, ofreciendo una visión, en 2011, de Un tranvía llamado deseo, con Vicky Peña encarnando a Blanche Dubois, en cuya piel se había puesto muy poco antes, en el Donmar de Londres, Rachel Weisz. Y podría pensarse que sus estrenos, al igual que el que ahora llega de El zoo de cristal en el Fernán Gómez de Madrid, obedecen a la lógica mencionada. Sin embargo, aparentemente este estreno tiene mucho más que ver con la inercia de los grandes teatros privados a recurrir a la fórmula de la seguridad, que consiste en apostar por un texto moderno que ya ostente la categoría de clásico, y por ambos motivos asegure el interés del público, incluyendo una o más caras conocidas en el reparto, que sean un imán de espectadores. Se trata de una apuesta por la seguridad, de una forma de programar con paracaídas, que el Fernán Gómez ha tenido el acierto de equilibrar abriendo una sala pequeña en la que ofrece espectáculos más arriesgados, con textos desconocidos o experimentales, de compañías no necesariamente famosas.
La versión de El zoo de cristal que tenemos entre manos es de Eduardo Galán, un nombre muy sonado en nuestra escena, premiadísimo por sus textos originales y adaptaciones de clásicos de todas las épocas, que aquí nos ofrece una versión eficaz de la pieza de Williams, rítmica y respetuosa con la carga lírica del autor del drama, que probablemente destacó, en esencia, por su capacidad para hacer poesía de las frustraciones y debilidades humanas. Es una versión, no obstante, en la que a veces chirrían ciertas expresiones trasladas tal cual del inglés, sin buscar su equivalente en castellano, cosa que, por otro lado, puede deberse al interés por mantener las referencias originales.
A la dirección se encuentra Francisco Vidal, un espléndido director y actor, Premio Nacional de Teatro pero también muy televisivo, sobre todo por haber protagonizado aquellas Crónicas de un pueblo de Mercero. Vidal demuestra su solidez y oficio en un montaje que resulta, aunque no sobresale. Es en el elenco de actores donde reside tanto su fuerza como su debilidad: la fuerza está en la actriz Pilar Gil, espléndida en su papel de Laura, sobre todo en los momentos de ansiedad del personaje, y en su desgarradora y silenciosa presencia en la escena de la cena; la debilidad está en Carlos García Cortázar y Alejandro Arestegui, que no son suficientemente solventes en sus papeles de Jim y Tom, respectivamente, lo que se lamenta en especial en los shakesperianos monólogos de Jim del principio y el final de la obra. Silvia Marsó resuelve su interpretación de Amanda con la intensidad con la que tradicionalmente se ha enfocado este papel, siguiendo las directrices del Método Stanislavski.
Ver una obra de Tennesse Williams es ver una obra que, en cierto grado, nos va transformar por lo universal, por su capacidad para hacernos sentir comprendidos con sus insuperables radiografías de nuestras personalidades y conflictos internos, por su compromiso socio político, y por –no lo olvidemos- su habilidad para integrar la comedia dentro del drama. El zoo de cristal, estrenada en 1944 en Chicago, fue el texto que le granjeó definitivamente el éxito a Williams. Es en gran medida autobiográfico, y está planteado en gran medida a modo de fresco de recuerdos, que permite analizar al autor cómo nos marca el pasado y nos influye la memoria. Un texto plagado de simbolismo, donde los personajes son como el cristal, frágiles y sensibles, y donde, como en un cuadro religioso, las figuras se iluminan levemente en un ambiente sombrío, bien recreado en esta versión de Vidal, que se acentúa con una acertada escenografía austera y decadente. Un texto ubicado en una época de crisis, en la que una mujer, Amanda, por momentos digna y por momentos ridícula, se aferra a un tiempo que fue mejor y al sueño americano, lo que desata una relación conflictiva con su hijo, que aspira a ser escritor, mientras a su hermana Laura, también hija de Amanda, la consumen sus complejos, sin que su familia haga nada realmente productivo por ayudarla.
Un texto redondo, siempre recomendable, que pierde fuerza en algunas de las interpretaciones de este montaje, las de los personajes masculinos, y sin embargo luce en toda su grandeza en los femeninos.


NO TE PIERDAS AQUÍ LA ENTREVISTA QUE LE HEMOS HECHO A FRANCISCO VIDAL, DIRECTOR DE LA OBRA.


 El Zoo de cristal. Hasta el 26 de julio. Teatro Bellas Artes de Madrid. www.teatrobellasartes.es