El director argentino Santiago Mitre ya había demostrado en sus anteriores largometrajes, El estudiante  y Paulina, así como de manera más dispersa en Los posibles, mediometraje documental, su gusto por elaborar discursos de calado político y/o social a partir de premisas de género o en teoría menos explícitas para conseguir proyectar un discurso. La cordillera sigue la misma línea a partir de un cierto acercamiento al thriller político basado en una decisión que debe tomar Hernán Blanco (Ricardo Darín), presidente de la República Argentina, durante la cumbre de presidentes latinoamericanos que se desarrolla en la cordillera de Chile, en un espacio aislado entre montañas.

Blanco, según vamos sabiendo, es un presidente popular, quien ha llegado al poder aupado desde una región pequeña del país como respuesta a un descontento social que ha visto en él una suerte de figura pura e impoluta, de clara identificación para el ciudadano. No es Blanco una figura que no resulte complicado de identificar en nuestra realidad: un personaje que remite de manera representacional a una forma de política, y de político, extendida cada vez más. Esto sirve a Mitre como punto de partida, porque lo que busca el cineasta en La cordillera es adentrarse en ese personaje y en su pasado para desvelar, en el momento que debe tomar una decisión de gran importancia, qué anida detrás de esa figura tan amada y respetada. De hecho, la aparición de una periodista española, interpretada por Elena Anaya, parece ser un elemento para indagar en ese pasado, sin embargo, esta relación queda en lo anecdótico y accesorio (cuestiones de justificación de  producción, en cualquier caso).

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Con la ayuda de Javier Julia como director de fotografía, Mitre crea una puesta en escena muy particular que busca resaltar el espacio, el contexto de la reunión, para aislar a los personajes e ir, paulatinamente, introduciendo la acción desde lo general a lo particular para poner de relieve cómo la política, en tiempos de globalidad, sigue debatiéndose en  los pasillos y en lo personal, en conversaciones de a dos que se van sucediendo en busca de ganarse el favor unos políticos de otros. En este sentido Mitre consigue crear unos planos cerrados, bien construidos, para mostrar a unos personajes encerrados no solo de modo espacial, literal, sino también dentro de sus propios cargos. Sin ambigüedades, cada postura queda clara y las relaciones con la realidad más cercana resultan claramente explícitas.

La frialdad de las montañas aporta un tono gélido y potencia la imagen deshumanizada del conjunto, algo que viene a contrastar con la aparición de la hija de Blanco, Marina (Dolores Fonzi), una joven cuya problemática intentan tapar para que no afecte al presidente, y cuya relación conlleva que La cordillera se adentre por un terreno que anula en gran medida las virtudes que, hasta ese momento, había mostrado creando varias capas de significado a partir de la imagen y de la atmósfera. Pero cuando introduce las sesiones de hipnosis y Marina comienza a desvelar información, si bien sirve como vehículo para ir desenmascarando a Blanco, resulta muy poco sólido, casi ridículo en cierta manera no solo porque rompe el ritmo y la solidez del tratamiento dramático que Mitre había ido desarrollando hasta entonces; también porque es una salida muy poco lúcida aunque cree un sentido atonal con respecto al resto. La película se pierde a pesar de aquello que es desvelado y que, de otra manera, se intuía. Clarifica posturas y al personaje de Blanco y da mayor hondura a la resolución, así como al discurso total de La cordillera, pero desnorta a un conjunto que al final queda evidenciado como más simple de lo que en realidad se intuía al comienzo.

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A pesar de ello, la película de Mitre se toma en serio aquello de lo que habla y, sobre todo, la manera en que lo hace visualmente, acercándose a una realidad política que a partir de un ejemplo concreto consigue evidenciar algunos de los males actuales, como el encumbramiento de figuras en el poder basados en una construcción popular que no es más que máscara, aupados por las emociones antes que por logros reales. En eso, La cordillera resulta muy certera en su planteamiento sombrío, el cual queda representado a la perfección con un simple gesto: una mano alzada votando al final alentada por unos intereses particulares y egoístas.