
Los cabarets antiguos y las mil clases de bares musicales se visten, normalmente, con las galas más desmadejadas que arrastra el tiempo. Cultivan lo de siempre dejando en sus mesas y paredes, en los baños y las guías para turistas recuerdos del paso por ellos de nombres celebres, personas entonces menesterosas y muy jóvenes que, al cabo, llegaron a rozar al genio. Estos lugares, sin embargo, no abundaron en España, o no han conseguido llegar a nuestros días. Nos conformamos con los cascotes de algunos cafés burgueses que han resistido el oleaje de la historia por un milagro.
Porque nosotros fuimos más de colmaos flamencos y bares de parranda que otra cosa. Y también de casas de putas con pianista (“No digas a mi madre que trabajo en publicidad, dile que soy pianista de un burdel”, escribió el magnífico Jacques Seguelá, aquel comunicador que limó los colmillos de Mitterrand para que ganara unas elecciones como si se tratará de “La fuerza Tranquila”). Nuestros viejos cafés resisten entibados por sus olores a pis y fritanga de churros (El Comercial), aunque también lo hay que se las dan de mágicos porque un día tocó allí Teté Montoliú (Café Central). Casi todos parecen insectos de coleccionista pinchados en la ciudad por una vieja aguja del tiempo. No se les ha ido el humo, aunque hace años que dejaron de fumar, ni tampoco nunca nadie se detuvo a remediar la hemorragia de ese grifo goterón del lavabo de caballeros.
Hay, no obstante, un parecido rayo que atraviesa a todos, incluso a los europeos más famosos. Porque el café Greco de la Plaza de España, de Roma exuda parecidas penumbras que nuestro Café Gijón, aunque éste se adorne ahora como un restaurante de segunda con precios de primera, y el Florian, de Venecia o A Brasileira, de Lisboa (un heterónimo de Pessoa allí me contó que este café permanecerá abierto hasta que los gallos portugueses muten en elefantes de Aníbal), se hacen guiños con nuestros casinos de provincia tan españoles.
Pero existen excepciones, resurrecciones memorables como la acontecida con el Café Royalty, de Cádiz. Remozado hace unos años, es con seguridad uno de los cafés más atractivos de Europa. Esa perla romántica, que agonizaba como un lamentable colmao de puerto abandonado, es hoy un punto de atracción singularísimo la ciudad más marítima del mundo, la cita obligada de cruceros y portada de guías turísticas. Un lujo de chocolate con picatostes.