El ser humano es el mamífero que se mete en más líos. Y no siempre son pequeños. Desde bien temprano le tentaron las cruzadas. Su innata agresividad y apasionadas creencias le conducen a enconadas pendencias que con frecuencia concluyen en guerras u otros conflictos morrocotudos (bloqueos, sitios…) Sin embargo, hasta hace escasas fechas nunca tuvo dudas de que para alimentarse de forma cierta y sana debía ingerir carne (proteína), pan (hidratos) y miel (azúcar).

En esta materia sólo se excedió en matar al contrario para quitarle la comida o hacerle morir de hambre.  Con una buena ración de carne asada, una porción de mieses trituradas y al horno y un mordisco al panal en reserva para postre, realizado todo en menos de veinte minutos, el hombre disponía de todo el día para guerrear, trabajar, follar, imaginar, reír, disfrutar y meterse en mil follones. A diferencia de la vaca y centenares de herbívoros, no precisaba de larguísimas horas pastando para sobrevivir. Así, la carne, el pan y la miel fueron sus más preciados tesoros siempre, aquellos elementos esenciales de los que nunca nadie imaginó (bueno, Isaac Asimov sí) que pudiera abandonar, pues eran como el oro para  el avaro o el bastón para el ciego.

Pero estuvimos miles de años equivocados. Los tres pilares de la alimentación,  que desde el neolítico hacen al hombre (junto con la propia conciencia de serlo, que también anda en mudanzas) el rey de todo esto, han entrado en cuarentena. Hemos llegado a ser tan listos que producimos tal cantidad de grasas y azúcares que nos atiborramos de ellas como nunca en nuestra historia. Y claro, todo exceso termina por matar.

Entonces aparece el hombre atómico del siglo XXI para poner remedio. Comienza inundando nuestros ojos con estadísticas (los norteamericanos aún no son conscientes del mal que hacen al mundo anegándolo de números como amenazas) de enormes males y, a continuación, apuntan a los culpables. ¿Quiénes son en este caso? Los que salen más por televisión, los más conocidos, famosos y se supone que más ricos.

 Así que la batalla contra el azúcar, por ejemplo, apunta a las marcas de bebidas refrescantes que destacan olvidándose (o casi) de todos los demás, que son el noventa por ciento del llamado problema dulce. Porque el azúcar no se amontona con preferencia en la chispa de la vida o la naranjita con burbujas, sino en esos alimentos preparados que ahora nos invaden de manera tan feroz como el mal gusto, o sea, el tomate frito, las bollerías con apellidos estándar, las conservas vegetales, las salsas, embutidos, lácteos… y en las azucareras, claro.

Quizás porque aún no son señalados por el dedo catódico y tiroteados de palabra por tantos mantras de peluquería, los responsables de miles de cargueros de alimentos permanecen escondidos; callados y amonados como si la cruzada no fuera con ellos. Y se equivocan: o se moviliza o caerán descuartizados, especialmente los fabricantes de azúcar. ¿O es qué no recuerdan qué los campos de remolacha europeos han caído a la mitad en pocos años y en el  caso español casi a la cuarta parte?

Si, lo increíble es lo único real. Quien podría pensar que el mal del pobre sería el consumo excesivo de proteínas, grasas, hidratos y azúcares. Pero en estas nos encontramos. Se trata de que rebajemos nuestras ingestas de estas materias hasta el 80% porque no es sostenible para el sistema de salud y otros. ¿Qué comeremos pues? ¿Volvemos al mito de las tres pastillitas diarias? ¿Pensamos en serio aquello de convertimos en bóvidos? Parece que la codicia, a caballo de una  burricie galopante, diseña a tajazos un hombre que no coma grasas, ni consuma azúcares ni tenga  trabajo. ¿Qué engendro es ese? Hemos de acudir a la ciencia ficción, inspirarnos en películas como la serie de Mad Max, o quizás será más fácil que releamos Un Mundo Feliz, de Huxley. Igual por esas veredas de polvo y violencia encontramos respuestas. Porque tanta tecnología acatarra  la cultura y , a lo que parece, también a la razón.